No resulta aventurado afirmar que la Contraloría General de la República se encuentra, actualmente, en uno de los momentos institucionales más complejos de su historia, puesto que la totalidad de los antecedentes vinculados a la reciente dictación del fallo de la Tercera Sala de la Corte Suprema en causa rol Nº 26.588-2018, sobre Acción de Protección en contra de la resolución Nº 21, de 22 de agosto de 2018, del Órgano de Control, han constituido de manera indubitada, hechos sin precedentes en sus 91 años de historia.
Dicho fallo, como sabemos, determinó por unanimidad de sus integrantes la ilegalidad del referido acto administrativo del Contralor General -el cual, en la especie, había dispuesto la vacancia del cargo de Subcontralor General de la República en aplicación de lo dispuesto en el inciso final del artículo 148 de la ley Nº 18.834, sobre Estatuto Administrativo-, disponiendo a su turno, por voto de mayoría, la reincorporación de la actora -doña Dorothy Pérez Gutiérrez- a sus funciones como segunda autoridad de la institución, descartando, en lo que interesa, una eventual antinomia entre las normas de los artículos 3º y 4º de la ley Nº 10.336, atendida la especialidad de esta última.
Pues bien, en razón de la contingencia actual del Ente Fiscalizador, resulta procedente plantear, al menos, las siguientes dos reflexiones:
En primer término, el pronunciamiento judicial en comento ha relevado la circunstancia de que, sin perjuicio de las atribuciones del Congreso Nacional en materia de acusación constitucional y juicio político, la revisión de las actuaciones del Contralor General de la República reside, ante todo, en los Tribunales de Justicia. Esta fundamental cláusula de nuestro Estado de Derecho ha sido reconocida recientemente por el propio Contralor en su declaración pública de fecha 30 de noviembre de 2018, y expresamente por la última jurisprudencia de la Excma. Corte Suprema, la cual ha precisado que “… distinto es el control judicial de la función dictaminadora del órgano contralor, aspecto que no conduce a desconocer las potestades de las que se encuentra investido el órgano fiscalizador, sino a esclarecer si en el uso de tal facultad, se ha incurrido en ilegalidades o arbitrariedades…”. (CS, rol Nº 22.023-2018, de 4 de diciembre de 2018, Cº 5º).
Enseguida, el momento actual del Órgano de Control abre sin duda una ventana de oportunidad en su seno, relacionada con la necesaria y urgente necesidad de promover una reforma a la ley Nº 10.336, sobre Organización y Atribuciones de la Contraloría General de la República, respecto de distintos aspectos, como su estructura orgánica -sin duda obsoleta, en los términos definidos desde 1964 en su texto refundido-; la propia eventual redefinición de la asimilación entre Contralor y Subcontralor General, en cuanto a su inamovilidad; lo vinculado a las atribuciones de este último, actualmente definidas en el artículo 27 de dicho texto legal; y principalmente, en mi concepto, en lo relacionado con un imperativo que hasta aquí ha sido residualmente abordado por el iusadministrativismo nacional: la emancipación orgánica de un ente actualmente erigido como una más de las secciones de la institución fiscalizadora: el Tribunal de Cuentas.
Dicho órgano jurisdiccional -sabemos- tiene a su haber la importante labor de determinación de la responsabilidad civil extracontractual de los funcionarios, exfuncionarios, o en general, las personas que tengan o hayan tenido a su cargo la custodia o administración de fondos o bienes públicos, por su uso, abuso o empleo ilegal y por toda pérdida o deterioro de los mismos que se produzca, imputables a su culpa o dolo, pronunciándose, para tal efecto, sobre la juridicidad de los reparos formulados previamente por la Contraloría General de la República, en sede administrativa.
Pues bien, sin perjuicio de la independencia funcional que se le reconoce en la materia al Tribunal de Cuentas y al Subcontralor General, en cuanto Juez de Cuentas de Primera Instancia, y sin perjuicio que prima facie, el juicio de cuentas observa las garantías mínimas de un debido proceso -la integración mayoritaria del Tribunal de Cuentas de Segunda Instancia con abogados externos a la Administración y la procedencia del Recurso de Queja ante la Corte Suprema, respecto de sus decisiones, abonan tal postulado-, huelga manifestar que en la especie, como puede evidenciarse, las funciones de examen y juzgamiento de cuentas son en definitiva realizadas, desde el punto de vista orgánico (y por supuesto, desde la óptica de los demandados en juicio), por un mismo ente, demandante y juzgador a la vez: la Contraloría General de la República.
Por tanto, una reforma sustantiva del texto legal del Órgano de Control no puede sino comenzar partiendo por plantear, previamente, una reforma de nuestra Constitución Política, que asigna actualmente a la Contraloría General en su artículo 98, la función de examinar y juzgar las cuentas de la Administración, proponiendo –asimismo- la creación de un nuevo Título sobre el Tribunal de Cuentas, en cuanto ente autónomo e independiente de la Administración del Estado en general, y de la Contraloría General de la República en particular. Urge, en este ámbito, que nos nutramos de experiencias exitosas en la materia, como la de la República de Panamá, cuya reforma normativa que separó las funciones de la Contraloría General de la República y el Tribunal de Cuentas (ley Nº 67, de 14 de noviembre de 2008) cumplió 10 años este 2018.
Es de esperar que en torno a las luces que surjan sobre esta materia, no dejemos de revisitar la célebre frase atribuida a Julio César hace más de dos mil años: “Mulier Caesaris non fit suspecta etiam suspicione vacare debet”. (Santiago, 7 diciembre 2018)
Artículos de Opinión
El momento actual de la Contraloría General de la República: una oportunidad de modernización.
El momento actual del Órgano de Control abre sin duda una ventana de oportunidad en su seno, relacionada con la necesaria y urgente necesidad de promover una reforma a la ley Nº 10.336, sobre Organización y Atribuciones de la Contraloría General de la República.