Artículos de Opinión

La responsabilidad política en el régimen presidencialista chileno: la mujer del César no sólo debe serlo, también debe parecerlo.

Los funcionarios involucrados sean del ejecutivo o del legislativo, o cualquier otro funcionario que desempeña una función pública en casos de la naturaleza de los conocidos, a lo menos debiese suspender el ejercicio de su cargo.

En el último tiempo hemos sido testigos de cómo se ha generado una pérdida de confianza y legitimidad en la institucionalidad chilena. En palabras de la propia autoridad las instituciones funcionan. Frente a dicha afirmación no cabe más que dos probables respuestas. Si bien las instituciones funcionan, lo hacen pésimo, caso contrario no sería necesario crear de tiempo en tiempo Comisiones Asesoras, Comités y modificar el sistema jurídico de acuerdo a la contingencia. Una segunda respuesta, ya mucho más categórica que la anterior; las instituciones no están funcionando. Caso contrario, ¿cómo se explica que los casos Penta, Caval, Soquimich, Cascada, entre otros, se conocieran a raíz de causas laborales o por información dada a conocer por los medios de comunicación social, y no por los entes encargados del control y fiscalización dentro del aparataje estatal? Muy por el contrario, son precisamente los propios entes encargados de efectuar el control y fiscalización dentro del sistema, quienes se han visto involucrados en presuntos hechos de corrupción[1] y presuntos delitos de carácter penal.

Un régimen presidencialista como el nuestro presenta el problema de la doble legitimidad, lo que constituye una desventaja dentro de un Estado de Derecho donde debería existir un real equilibrio entre los poderes o funciones del Estado. Como ejecutivo y legislativo son electos de manera directa por la ciudadanía, y por lo tanto depositarios de la soberanía, nada pueden reclamarse el uno del otro. Lo que trae como consecuencia directa, la extinción de la responsabilidad política. Si bien es cierto, nuestra Norma Suprema contempla la acusación constitucional, este mecanismo es más bien un juicio jurídico a cargo de un órgano de naturaleza política, resultando en la práctica poco eficaz. Dado que la resolución del mismo se toma de acuerdo a parámetros también políticos.

Cuando hablamos de responsabilidad política, estamos hablando de aquella que debe asumir la autoridad respondiendo frente a los ciudadanos por los actos realizados en el ejercicio de sus funciones en aquellos casos en que ha abusado de su poder. Esta responsabilidad se materializa haciendo dejación del cargo. Ni siquiera se hace necesario la petición de renuncia. La propia autoridad cuando ha incurrido en conductas impropias debiese renunciar. Se debe tener presente lo que muy bien señalaba Valentín Letelier Madariaga al respecto, “mientras más alto sea el cargo que se ostenta, mayor es la responsabilidad que nos amenaza”.  

Sin embargo, como el régimen es presidencialista, la autoridad lo esté haciendo bien o mal habrá que esperar que termine el periodo de su mandato[2]. Y así lo han señalado expresamente algunas autoridades “nosotros no podemos renunciar porque la Constitución no lo permite”; o bien sostienen “el tema está en manos de los tribunales de justicia, dejemos que la justicia se pronuncie” e invocan el principio de separación de poderes. Así las cosas, quien ostenta un cargo no asume de manera directa e inmediata la responsabilidad política por su mal desempeño. Con todo podría resultar sancionado por los electores la coalición a la cual pertenece dicha autoridad. Lo anterior no hace más que confundir a la ciudadanía y aumentar el descontento y la pérdida de credibilidad del sistema, en definitiva, se le causa un grave daño al País en general, y al sistema democrático en particular.

En efecto, una cuestión es la responsabilidad política, que sin duda en los hechos que hemos conocido en el último tiempo, la hay, y una cuestión muy distinta es la responsabilidad penal. “[L]a sujeción de los gobernantes a la legalidad constituye un valor esencial que el fenómeno de la criminalidad gubernativa pone en entredicho»[3]. El Gobierno representativo es un sistema de gobierno responsable. Donde existe representación existe responsabilidad. En palabras de Friedrich, “el gobierno responsable y el representativo han llegado, pues a ser casi cosa sinónimas”[4]. La representación política presupone que los representantes de alguna forma han de rendir cuentas ante el pueblo en tanto cuanto sujeto legitimador del ejercicio del poder. La responsabilidad política es una exigencia del Estado democrático, en tanto, la responsabilidad penal es una consecuencia natural del Estado de Derecho.

Cuando hablamos de responsabilidad política estamos hablando de conductas impropias desplegadas por los gobernantes, la que se traduce en la separación del cargo y el ostracismo. Si se trata de un subalterno, el superior tiene la obligación de diseñar y vigilar el funcionamiento del respectivo órgano a objeto de evitar este tipo de actuaciones. En otras palabras, igualmente el superior tiene responsabilidad política, pero como la conducta impropia no la realizó directamente él, no tendrá responsabilidad penal, pero si está involucrado personalmente en los hechos deberá responder además ante los Tribunales de Justica. Sin embargo, en el estado actual la responsabilidad política se diluye, se extingue entre otras razones porque la Administración ha crecido a tal nivel que ha hecho imposible por ejemplo, que un Ministro controle todo lo que sucede en su sector, por lo que pareciera excesivo hacerle dimitir, por aquellas actuaciones que no conocía ni podía conocer. Así nadie asume la responsabilidad política, por lo que tratar de determinarla resulta largo y costoso y cuando se logra demostrar dicha responsabilidad, los responsables ya no están en la política activa.

Lo anterior ha generado la judicialización de la política. Como no ha sido posible hacer efectiva dicha responsabilidad, se busca corregir y criticar tal comportamiento a través de la responsabilidad jurídico penal. Así mientras el asunto esté en sede judicial se sostendrá que no cabe asumir la responsabilidad política. Pero en sede judicial no se pueden resolver los problemas derivados por la falta de control y vigilancia de los gobernantes, de su inexcusable deber de evitar el uso incorrecto de los cargos públicos. Así las conductas impropias de los políticos electos quedan sin sanción. La judicialización de la política genera un efecto muy negativo para el sistema democrático representativo, conduce a una indeseable e irreparable politización de la justicia. El Poder Judicial termina cuestionado por su posición de inferioridad en lo que ha legitimidad democrática se refiere, frente al ejecutivo y legislativo. Frente a la capacidad de maniobra del ejecutivo el judicial siempre llegará tarde.

Si no se asume realmente la responsabilidad política, y esta se judicializa, el poder judicial sólo consigue el desprestigio popular, se reducen los controles sobre los gobernantes, y en definitiva se genera un desapego de los ciudadanos frente a toda forma de participación política. Este último fenómeno no es menor si tomamos en consideración que nuestro sistema electoral contempla la inscripción automática y el sufragio voluntario. Así las autoridades electas cada vez más contaran con una menor legitimidad, lo que incluso podría llegar a invertir el principio democrático donde los que gobiernan en la práctica son una minoría y la posición una mayoría.

Los funcionarios involucrados sean del ejecutivo o del legislativo, o cualquier otro funcionario que desempeña una función pública en casos de la naturaleza de los conocidos, a lo menos debiese suspender el ejercicio de su cargo, mientras se aclara la situación particular que les afecta. La mujer del cesar no sólo debe serlo, también debe parecerlo (Santiago, 8 julio 2015)

 

[1] La corrupción supone el quebrantamiento de los principios esenciales sobre los que se asienta todo régimen democrático, especialmente la idea de que toda actividad pública debe perseguir el interés conjunto de los ciudadanos. Esto es, en el proceso de decisión los intereses de los representados son los únicos que han de ser tenidos en cuenta. Por ello, el sistema se estructura sobre la base de que en toda decisión pública, es de un modo u otro, adoptada por los ciudadanos buscándose alcanzar el ideal de la plena identificación entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados”. Bustos Gisbert, Rafael, “Corrupción de los gobernantes, responsabilidad política y control parlamentario”, en Revista Jurídica del Instituto de investigaciones jurídicas de la UNAM, Disponible en www.jurídicas.unam.mx (consultada 5 de marzo de 2015)

[2] Salvo claro está, el derecho de rebelión de los pueblos según John Locke. El derecho que tienen los gobernantes de ejercer el poder sobre sus súbditos proviene del hecho de haber recibido por parte de éstos el poder político del que disponían en el estado de naturaleza, y que les han entregado por su propio bien y para la defensa de su propiedad. No obstante, Locke creía que un gobierno sólo gobernaría en favor del bien común mientras mantuviera el temor a la oposición y al levantamiento de los hombres. Y esta posibilidad se funda en que cuando un pueblo es oprimido tiene derecho a resistir, tiene incluso la obligación de combatir los gobiernos ilegítimos, de derrocarlos y de reemplazarlos. Cuando los gobernantes se exceden en el ejercicio del poder que tienen derecho a ejercer sobre sus súbditos, entonces se convierten en déspotas que pueden y deben ser resistidos. John Locke (1689) Dos tratado sobre el gobierno civil. Capítulo XIX. De la disolución del gobierno. Tercera reimpresión. .Editorial Alianza, 1998.

[3] Díez-Picaso, Luis María, La criminalidad de los gobernantes, Edit. Crítica, Barcelona, 1999, p. 71.

[4] Friedrich, C.J., Gobierno Constitucional y Democracia, Madrid, 1975, Vol. II, p. 23.

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