Artículos de Opinión

Pocahontas y casinos de juego en EEUU. Las paradojas de la integración tribal.

Llama la atención, pero el mismo Estado federal que durante el siglo XIX diezmó a la población nativa (...) es el mismo que ha llegado a tener uno de los estatutos más modernos y eficaces del mundo para integrar al desarrollo a la población originaria, respetando sus culturas.

Hace algunos días, una nota periodística recordaba la fascinante historia de Pocahontas, la princesa india, hija del Jefe Powhatan, que en  Jamestown, en el siglo XVII,  salvó la vida al capitán John Smith, se casó, se convirtió al cristianismo y causó sensación en la Corte de Jacobo I de Inglaterra como Lady Rebeca Rolfe. La Powhatan fue una de las seis  tribus nativas americanas que junto a los Pamunkey, formaron la  confederación Tsenamococo.  La  nota de prensa mencionaba que los Pamunkey están a la espera que la Oficina de Asuntos Indígenas (Bureau of Indian Affaires) los reconozca como tribu federal, la primera del Estado de Virginia. Tal posibilidad ha alarmado al holding MGM, que está construyendo en la zona un complejo de juegos con una inversión de 1.200 millones de dólares. ¿Cómo puede explicarse que una tribu nativa de no más de 200 personas en la actualidad, sea considerada como una amenaza para un holding empresarial? Se explica por el complejo sistema de incentivos y protecciones que contempla el derecho norteamericano para las tribus nativas, el mismo que hace diez años permitiera a la tribu Seminole adquirir casi todos los hoteles, restaurantes y casinos de la cadena HardRock en los Estados Unidos.  Llama la atención, pero el mismo Estado federal que durante el siglo XIX diezmó a la población nativa,  principalmente con ocasión de la expansión hacia el oeste, mediante epidemias, el exterminio de los bisontes, con matanzas indiscriminadas con armamento de guerra y finalmente mediante los desplazamientos forzosos a las “reservas”; es el mismo Estado que ha llegado a tener uno de los estatutos más modernos y eficaces del mundo para integrar al desarrollo a  la población originaria, respetando sus culturas.

A ese estado de cosas se ha llegado tras un largo proceso. Hay que remontarse a los inicios de la Unión.  Luego de la declaración de la independencia, el Congreso Continental, mediante la Ordenanza del Noroeste de 1787,  afirmó la propiedad de los Estados Unidos sobre los territorios que se extendían más allá de las trece colonias originales -reconociendo al mismo tiempo el derecho de posesión de los nativos sobre esas tierras-  y estableció que sólo el gobierno federal podría celebrar tratados o adquirir tierras a los indígenas. Conforme  a la Constitución, las tribus eran tenidas como entidades políticas independientes, externas a los Estados Unidos, quedando el Congreso como encargado de conducir las relaciones con ellas. Desde el primer Tratado con los indios Delaware, hasta fines del siglo XIX se celebraron cientos de tratados, que inicialmente se centraban en los derechos de caza y pesca, y a partir de 1820 en las cesiones de tierras. Debe considerarse que de 1830 es la llamada Indian Removal Act o ley de traslado forzoso, que significó el arrinconamiento en reservas y el aislamiento respecto del hombre blanco, de las cinco tribus “civilizadas”: los Chickasaw, los Choctaw, los Creek, los Seminola, y los Cheroquio. Paralelamente, entre 1823 y 1831, mediante tres sentencias dictadas por la Suprema Corte y redactadas por el recordado Juez John Marshall (Johnson v. McIntosh, Cherokee Nation v. Georgia y Worcester  v. Georgia), quedó consagrado un estatuto relativamente claro: las tribus tienen un cierto grado de soberanía que sólo puede estar limitada o anulada por el gobierno  federal, a cambio de lo cual éste tiene una obligación moral de tutela para con las tribus, que se manifiesta asumiendo  la responsabilidad de su bienestar, salud y educación entre otras materias.

En 1880, mediante la General Allotment Act, (ley de loteos) complementada en 1887 con la Ley Dawes, la Oficina de Asuntos Indígenas quedó facultada para dividir las tierras de las comunidades de las reservas en lotes para ser entregados en forma individual a los miembros de las tribus, junto con concederles ciudadanía. Se insertó así un concepto extraño a las Tribus: el de propiedad privada Este proceso de asimilación acelerada unido al triunfo definitivo del ejército federal en 1890 con  la masacre de Wounded Knee,  significó por diversos motivos, una reducción significativa del “territorio indio” a nivel del país –de 55 millones de hectáreas en 1887 a 19 millones en 1934- , situación que trató de revertirse este último año con la Ley de Reorganización Indígena, mediante la cual se procedió a devolver a las tribus los loteos que aún no habían sido transferidos a terceros y se promovió el autogobierno, mediante la adopción de constituciones similares a las que regían al Gobierno federal.  Años después, durante la década de los 50 se implementó la política de “finalización” de la relación de tutelaje, reubicando a los miembros de las tribus en las ciudades y convirtiendo sus tierras en propiedad privada de terceros; todo lo cual trajo consigo un impacto social muy grande. Recién a partir de 1960 se instala en forma definitiva la política de autogobierno de las tribus nativas en un contexto de “tutelaje a distancia” por parte de la Oficina de Asuntos Indígenas dependiente del Departamento del  Interior. Como parte de esta política se ha ido creando un complejo cuerpo legislativo, en el que destacan la Ley de Autodeterminación Indígena y Ayuda a la Educación (1975), la Ley para la Mejora de la Atención de Salud Indígena (1976), la Ley de Protección de Menores Indígenas (1978), la Ley de Libertad Religiosa de los Indígenas Norteamericanos (1978), la Ley para la Protección de Sepulturas y Repatriación de Restos de Indígenas  Norteamericanos (1990), la Ley de Arte y Artesanías Indignas (1990) y la Ley de Reforma del Fideicomiso Indígena (1994), relacionada con los fideicomisos individuales de tierras que se establecieron conforme a la Ley General de Distribución de Tierras del año 1887.

En la actualidad existen 562 tribus reconocidas por el gobierno estadounidense. Su estatus es el de “naciones domésticas independientes”, con una soberanía limitada y bajo una relación de tutelaje con el gobierno federal que implica la búsqueda permanente del bienestar y el  interés superior de las tribus. Ello se centraliza y coordina  a través de la Oficina de Asuntos Indígenas, que aplica diversos programas, contratos y subsidios en beneficio de las tribus nativas. Además, en virtud de la llamada “doctrina de derechos reservados”, elaborada por diversos pronunciamientos de la Suprema Corte, se considera que quedan reservados para las tribus aquellos derechos no mencionados explícitamente en los tratados. Así, las tribus han consolidado una vinculación directa con el gobierno federal, saltándose a los gobiernos estatales, los que carecen de jurisdicción sobre ellas  y sus territorios, salvo en cuanto no interfieran con el autogobierno de la tribu y estén involucradas personas ajenas a ella. Los Estados no pueden, por ejemplo,  cobrar impuestos, reglar la caza y la pesca,  ni  los juegos de azar al interior de las reservas tribales, pues en todo ello se autorregulan,  pudiendo  sólo tener injerencia el gobierno federal. En relación a las tierras, las tribus tienen un derecho de ocupación, pero son administradas por la Oficina de Asuntos Indígenas en beneficio de la tribu y esta no puede  disponer de ellas ni entregarlas en arrendamiento sin consentimiento del gobierno federal, salvo aquellas compradas directamente por la tribu, las que se encuentran al margen de esta relación de tutelaje.

Pese a todas estas restricciones, las tribus gobiernan en sus territorios, pudiendo regular la propiedad privada, administrar los recursos naturales, recaudar impuestos, impartir justicia, y reglar el comercio interno, entre otras materias. En materias civiles, por ejemplo,  ejercen jurisdicción cuando la controversia se origina en el territorio indio, incluso si una de las partes es ajena a la tribu. En materia penal, la mayoría de los delitos cometidos al interior de las reservas son de jurisdicción tribal, aunque ella es compartida con los tribunales federales si la víctima es un no indígena. Sin embargo, delitos como el homicidio o el robo con violencia y en general los aggravated feloy, son de jurisdicción federal.  En cuanto a lo que podríamos llamar el poder ejecutivo, la mayoría de las tribus están organizadas políticamente mediante un Consejo Tribal cuyos miembros son elegidos periódicamente y un presidente o gobernador.

En relación a los recursos naturales, existe también un amplio margen de autonomía. Los derechos de aguas al interior de las reservas, si no han sido cedidos expresamente, pertenecen a las tribus incluso si no las usan; es decir, éstas se encuentran al margen del principio –aplicable al resto de las regiones- de que las aguas pertenecen al primero que hace de ellas un uso productivo. Los recursos minerales -superficiales o subterráneos- son considerados parte integrante de la tierra y por lo tanto les corresponden a las respectivas tribus, pudiendo ellas ser arrendadas para la explotación de los recursos minerales e incluso, conforme a una Ley de Desarrollo Mineral, de 1982, celebrarse convenios  -con la aprobación del Departamento del Interior- para la exploración, explotación y otros  desarrollos de recursos minerales específicos en que las tribus tengan interés. Los recursos forestales ubicados al interior de las reservas son también de pleno dominio de las tribus, pudiendo vender la madera libremente, aunque bajo la regulación del Departamento del Interior que va focalizada al mantenimiento de los bosques, preservar la calidad del suelo y la fauna nativa, entre otras prevenciones.  

Pero tal vez lo que más impacto ha provocado en el desarrollo económico de las tribus es la Ley de Regulación de Juegos de Azar, de 1988. Esta ley define tres categorías de juegos: los juegos clase I, que comprende los juegos indígenas tradicionales relacionados con sus ceremonias y celebraciones tribales y con premios o ganancias de muy bajo valor, están íntegramente bajo jurisdicción de la tribu. Los juegos clase II, que incluye bingo y similares y juegos de cartas, se encuentran bajo jurisdicción de cada tribu, aunque con ciertas restricciones federales y en todo caso sólo pueden considerarse en estados en los que tales juegos son permitidos. La clase III, incluye los juegos de casino, ruleta, máquinas tragamonedas, etc. Ellos pueden existir bajo acuerdos especiales con el respectivo Estado y previa aprobación del Departamento del Interior. Esta última clase de juegos son los que han significado un progreso económico gigantesco, pues los casinos van unidos a hoteles, restoranes, centros comerciales, entre otras actividades. Las ganancias de los juegos de azar son administradas directamente por las tribus y están exentas de impuestos, aunque al menos un 60% de las utilidades deben destinarse a proyectos de mejoramiento de la comunidad.  Esta regulación,  suele generar oposición entre intereses empresariales que se sienten amenazados, pero ha llegado a constituir la piedra angular del desarrollo económico y social de las tribus, como ocurrió en el caso de la tribu Pequot, una nación localizada en Connecticut, que estuvo a punto de desaparecer y tras ser reconocida en 1996, abrió el que hoy  es el casino más grande del mundo: el Foxwood Resort Casino. Habiendo tenido que enfrentar incluso  al magnate Donald Trump, la instalación les ha generado millonarias ganancias que les han permitido construir escuelas, avanzar en salud e incluso recuperar su idioma y cultura. Son las paradojas que surgen de una política indígena pragmática que ha logrado incorporar al desarrollo económico a tribus ancestrales, reconociendo sus identidades culturales y costumbres (Santiago, 20 mayo 2015)

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