En una reciente publicación de agendaestadoderecho.com se da a conocer el artículo El caso Dominique Pélicot y la violencia sexual en el matrimonio, por Pilar Cuartas Rodríguez (*).
Dominique Pélicot drogó a su esposa para poder violarla, junto al menos otros 80 hombres, a lo largo de una década. El caso se destapó de forma accidental en 2020, cuando las autoridades en Francia lo detuvieron por filmar a tres mujeres por debajo de sus faldas. Pero esas grabaciones revelaron algo peor: miles de fotos y videos en los que se veía inconsciente a la esposa de Pélicot siendo violada. Solo hasta ese momento, la mujer se enteró de las agresiones sexuales y le encontró sentido a la caída de su cabello, los problemas ginecológicos y las pérdidas de memoria, que había presentado en los últimos años. No era alzheimer, eran secuelas de violencia sexual.
A comienzos de este mes, se inició el juicio contra los 51 presuntos agresores sexuales que lograron ser identificados, incluido su marido, quien ya se declaró culpable. La mujer pidió que las diligencias judiciales fueran públicas y apareció ante los medios de comunicación con su rostro descubierto, aun cuando legalmente ella podía elegir lo contrario. ¿Por qué lo hizo? Dice que “la vergüenza tiene que cambiar de bando”, y que son los agresores quienes deben sentirla.
Pero que el caso se conozca y ocupe los titulares de los medios más importantes del mundo es una oportunidad para derribar otro estereotipo: los agresores sexuales no son monstruos, seres extraordinarios o aislados. Por el contrario, son personas comunes que conviven en sociedad. A Dominique Pélicot no le costó encontrar, en un foro de Internet, a casi una centena de hombres que aceptaran violar a su esposa. Quienes hoy están siendo procesados son reconocidos por otros como familiares, trabajadores y cariñosos. The New York Times contó que, entre ellos, hay “camioneros, soldados, carpinteros y obreros, un guardia de prisiones, un enfermero, un experto en informática que trabaja para un banco y un periodista local”. Sus edades oscilan entre los 26 y 74 años, y varios de ellos tienen relaciones amorosas estables.
Cuando la pareja es quien viola
Dominique Pélicot y su esposa se casaron hace 50 años, tienen tres hijos y llevaban una vida de jubilados en un pueblo de Francia. Ella, de 70 años; y él, de 71. Había confianza y convivencia. Por eso, este caso permite poner sobre la mesa que la violencia sexual ocurre también en pareja, no solo en Francia o Europa, sino en todo el mundo, incluida América Latina. En muchas sociedades, cultural y legalmente, ha calado la falsa creencia de que las relaciones sexuales son per sé consensuadas si se dan dentro del matrimonio o noviazgo. Pero no es cierto, ya que es solo una muestra del estereotipo de que los cuerpos de las mujeres están siempre a disposición de los hombres y que el sexo es una “obligación” al casarse.
No es casualidad de que, como cuenta la abogada Isabel Agatón Santander en su libro “Si Adelita se fuera con otro”, en Argentina estuviera vigente, hasta 1999, una norma del Código Penal que eximía de la condena al violador que se casara con su víctima. Pasaba lo mismo en Colombia en los casos de violaciones grupales, cuando uno de los agresores contraía matrimonio con la víctima. Detrás de estas normas, estaba la idea del “débito conyugal”, que obligaba a la mujer a acceder a los deseos sexuales del marido sin poder resistirse, para cumplir con el propósito de procrear. Pero que fue interpretada de forma violenta para penetrar sus cuerpos aun en contra de su voluntad.
Y aunque se han dado cambios legislativos y jurisprudenciales, aún hoy culturalmente se mantiene esa creencia. Basta con reunirse entre amigas y compartir entre todas las experiencias de violencia sexual con novios, exnovios, esposos o citas de una noche. Yo misma he escuchado de mi círculo cercano relatos dolorosos que narran penetraciones mientras estaban dormidas o tomadas, o accesos sin condón, pese a exigir que lo usaran.
La Organización de Naciones Unidas estima que la mayor parte de la violencia contra las mujeres es perpetrada por sus actuales o ex maridos o parejas íntimas. Más de 640 millones (el 26%) de ellas de 15 años o más han sido víctimas de violencia de pareja. Mientras que el 6% refieren haber sufrido agresiones sexuales por personas distintas de su pareja, aunque los datos al respecto son más limitados, según la Organización Mundial de la Salud. La violencia de pareja y la violencia sexual son perpetradas en su mayoría por hombres contra mujeres (OMS).
A nivel regional, la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, conocida como Convención de Belém do Pará, es uno de los tratados internacionales más importantes para proteger a las mujeres, pues estableció por primera vez que vivir una vida libre de violencias es un derecho humano para nosotras y que los Estados tienen la obligación de garantizarlo. Otra de sus novedades fue que, en su artículo 2, reconoce que la violencia contra la mujer incluye la violencia física, sexual y psicológica; y que puede tener lugar “dentro de la familia o unidad doméstica o en cualquier otra relación interpersonal, ya sea que el agresor comparta o haya compartido el mismo domicilio que la mujer, y que comprende, entre otros, violación, maltrato y abuso sexual”. Es decir, extendió la protección al ámbito privado.
En varios de sus informes, el Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará (MESECVI), ha recomendado a los Estados tipificar la violencia sexual no solamente en el matrimonio, sino en todas las relaciones interpersonales; así como remover los obstáculos que podrían impedir a las mujeres obtener justicia en esos casos, incluidos los prejuicios, las ideas preconcebidas y sexistas. En 2015, de los 32 Estados que hacían parte de la Convención, 19 penalizaban la violación en el matrimonio o uniones de hecho; y el resto no. “Por ejemplo, algunos Estados penalizan la violación sexual dentro del matrimonio, pero restringiendo la violación sexual al acceso oral, anal o vaginal” (Recomendación General del Comité de Expertas del Mesecvi No.3).
Las expertas del mecanismo han reiterado que la forma más común de violencia experimentada por las mujeres en todo el mundo es la violencia dentro de la pareja, incluida la sexual; y que, por eso, es esencial que las leyes la reconozcan como un crimen grave y una violación de derechos humanos y se visibilice el espacio privado como un lugar de inseguridad para las mujeres.
El estándar del consentimiento en la violencia sexual
Varios de los hombres acusados junto a Dominique Pélicot han negado haber violado a la esposa, argumentando que tenían el “permiso” del marido, que “creían” que la víctima había aceptado ser drogada o que se trataba de “una fantasía sexual” en la que ella fingía estar inconsciente. Ninguno habló de consentimiento, pese a que la sala de chat en la que se conocieron y pactaron las violaciones se llamaba “a son insu”, que traduce “sin su conocimiento”.
El consentimiento debería ser el eje para analizar y castigar la violencia sexual y el caso Pélicot ha revivido en Francia la discusión entre abogadas feministas, para que en la redacción del delito se diga explícitamente que hay violación cuando no hay consentimiento. De la misma manera en la que el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) ha llamado a los Estados para que definan la violación, utilizando como base la falta de consentimiento.
En América Latina, uno de los referentes recientes en el asunto es el caso Brisa de Angulo Vs. Bolivia, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), que consolidó el estándar del consentimiento. La joven denunció haber sido violada a los 16 años por su primo, quien era diez años mayor que ella; pero el Estado no investigó con debida diligencia, permitió que el denunciado permaneciera prófugo y vulneró los derechos de la denunciante a la integridad personal, las garantías judiciales, la vida privada y familiar, los derechos de la niñez, la igualdad ante la ley y la protección judicial. En dicha sentencia, la Corte IDH sostuvo que el consentimiento es la capacidad de las personas de indicar su voluntad de participar en el acto, y debe ser expresado de manera expresa y libre. No puede ser inferido y es reversible.
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La víctima del caso Pélicot estaba inconsciente durante las agresiones sexuales, su marido mezclaba los somníferos en la comida y las bebidas, y nunca supo lo que ocurría. Por tanto, no hubo una sola ocasión en la que haya expresado que quería participar de las relaciones sexuales que su esposo grabó durante una década. Además, la Corte IDH entiende que no se puede inferir el consentimiento cuando, por ejemplo, la víctima esté imposibilitada de dar un consentimiento libre o del silencio o de la falta de resistencia de la víctima a la violencia sexual.
La atención mediática está puesta por estos días en el caso Pélicot. Los detalles se siguen conociendo porque la víctima, Gisèle Pélicot, así lo decidió, y sus hijos la respaldan. No quieren que los delitos cometidos por su esposo y padre, y casi una centena de hombres más, se queden en “secretos”. Quieren que otras mujeres violentadas puedan identificarse y reclamar justicia. También es un llamado a los medios de comunicación para que, en el marco de esa apertura y confianza, estén a la altura del cubrimiento, sin revictimizaciones y con la incorporación de la perspectiva de género y la divulgación de estándares internacionales en derechos humanos frente a la violencia sexual.
(*) Es periodista y abogada colombiana. Ha publicado en medios como revista Anfibia, Cosecha Roja, Mutante, Connectas y El Espectador, donde fue miembro de la Unidad Investigativa y la primera coordinadora de Género y Diversidad. Es exbecaria del Programa de Investigación Periodística de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y consultora para comunicaciones con perspectiva de género. Ha realizado pasantías legales en las organizaciones de derechos humanos CEJIL, Women’s Link Worldwide y el Programa Estado de Derecho para Latinoamérica de la Fundación Konrad Adenauer (KAS).