La historia del agua potable rural en Chile está profundamente vinculada a las dinámicas de desarrollo del país y a las demandas sociales por mejores condiciones de vida, particularmente de los sectores populares y rurales a lo largo del siglo XX. Las necesidades de las clases trabajadoras, acentuadas por los procesos de urbanización y las desigualdades socioeconómicas, llevaron al Estado a reconocer la urgencia de intervenir en áreas fundamentales como la salud pública, la vivienda y el acceso a recursos esenciales como el agua potable.
En 1952, la creación del Servicio Nacional de Salud (SNS) [1] constituyó una respuesta clave a estas demandas, enmarcadas en los principios de la seguridad social. Este organismo surgió en un contexto caracterizado por tasas alarmantes de mortalidad infantil y la prevalencia de enfermedades como el tifus y la disentería, que afectaban principalmente a los sectores más vulnerables. El SNS adoptó un enfoque integral, incorporando el saneamiento básico y la provisión de agua potable como elementos centrales de su política de salud pública, con el objetivo de mejorar las condiciones de vida en el país.
En 1961, se aprobó el Programa Nacional de Desarrollo Económico 1961-1970 de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), un instrumento estatal destinado a promover el desarrollo y la modernización durante esa década. Este programa proyectó una inversión de 152 millones de escudos en la instalación y ampliación de servicios de agua potable entre 1961 y 1970, aunque limitándose a localidades urbanas o poblaciones con más de 1.000 habitantes, excluyendo de facto al ámbito rural, donde solo el 1% de la población contaba con sistemas públicos de agua. Este déficit, consistente con altos índices de morbilidad asociados al consumo de agua contaminada, llevó al SNS a asumir la responsabilidad de diseñar y ejecutar proyectos para localidades rurales.
De dicho encargo surgió el Plan Básico de Saneamiento Rural, integrado posteriormente al Plan Quincenal de Instalación de Servicios de Agua Potable y Alcantarillado, y este, a su vez, al Programa Decenal Nacional de Desarrollo Económico. El Plan Básico de Saneamiento Rural se configuró como un proyecto emblemático, con un horizonte de cinco años y la meta de proveer agua potable a más de 1.000 localidades rurales, combatiendo directamente las condiciones de insalubridad que afectaban gravemente a las comunidades más vulnerables.
Para financiar este esfuerzo, se gestionaron recursos del Fondo Fiduciario de Progreso Social del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). En marzo de 1963, un ingeniero sanitario del BID evaluó la elegibilidad del Plan, elaborando un informe [2] que concluyó con su aprobación para financiamiento. Este proceso consolidó un modelo de colaboración tripartita entre el Estado, organismos internacionales y comunidades locales.
El diseño del plan incluyó un sistema de “esfuerzo propio y ayuda mutua”, donde las comunidades rurales asumieron un papel activo en la instalación, construcción y administración de los sistemas de agua potable, con el objetivo de reforzar el espíritu cívico y la participación local. Estas comunidades, organizadas en Juntas de Agua Potable, no solo colaboraban en la ejecución de los proyectos, sino que asumían su administración posterior, garantizando la sostenibilidad mediante el cobro de tarifas que cubrían los costos operativos.
Inicialmente, las Juntas se constituyeron como cooperativas de suministro de agua, conforme al DFL 326 de 1960. Sin embargo, la experiencia evidenció [3] las limitaciones de este modelo en localidades rurales con escasos recursos, lo que llevó a su reorganización como comités de agua potable rural bajo la Ley N° 16.880 de 1968. Este cambio facilitó su relación con el Estado y promovió un enfoque de autogestión adaptado a las necesidades locales.
Con el tiempo, estas organizaciones evolucionaron hacia los actuales comités y cooperativas de agua potable rural, consolidándose como actores fundamentales en la provisión de servicios esenciales en zonas rurales. Su protagonismo fue determinante para motivar la creación de la Ley 20.998 de 2017, que introdujo un marco regulatorio para los Servicios Sanitarios Rurales (SSR). Aunque esta ley representó un avance en términos de reconocimiento institucional, también generó preocupación por su potencial impacto en la sostenibilidad del modelo comunitario y cooperativo, especialmente en lo relativo al régimen sancionatorio, la incorporación de eventuales proveedores que no fueran comités y cooperativas y las cargas administrativas impuestas.
La implementación de la ley ha enfrentado desafíos significativos [4] , tanto por la insuficiencia de capacidades institucionales como por la falta de recursos técnicos y materiales en muchos comités y cooperativas. En 2023, la movilización frente a La Moneda de comités y cooperativas convocada por la organización APR Chile derivó en la creación de una Mesa Única Nacional con el Ministerio de Obras Públicas, un espacio de diálogo entre representantes comunitarios y autoridades estatales para revisar la legislación vigente y abordar problemáticas estructurales del sector.
Este espacio ha permitido plantear necesidades críticas, como el fortalecimiento de la infraestructura, el incremento del financiamiento estatal y la protección del modelo comunitario frente a los desafíos del cambio climático y la crisis hídrica. Asimismo, ha subrayado la importancia de proteger y fomentar el liderazgo voluntario de las dirigencias, mayoritariamente asumidas por mujeres mayores, cuya labor resulta esencial para la gestión de estos sistemas.
La evolución de la gestión comunitaria del agua potable rural en Chile se enfrenta a tensiones derivadas de un marco regulatorio que, si bien – a partir de la modificación del Código de Aguas el año 2022 – reconoce el derecho humano al agua como esencial e irrenunciable, no proporciona las condiciones estructurales necesarias para su ejercicio efectivo. La Ley 20.998 impone exigencias administrativas y de calidad a los comités y cooperativas, pero carece, a nivel de despliegue institucional, de soporte estatal suficiente para facilitar su cumplimiento. A esto se suman los desafíos del cambio climático, que agravan la disponibilidad de recursos hídricos en las zonas rurales, y la insuficiencia de mecanismos legales que reconozcan las particularidades de estas organizaciones sin fines de lucro, esenciales para la vida comunitaria. La carga sobre los dirigentes voluntarios, mayoritariamente mujeres, y las limitaciones en infraestructura acentúan la precariedad de este modelo, poniendo en riesgo su sostenibilidad a largo plazo.
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Frente a este panorama, resulta urgente constituir un sistema de derechos administrativos respecto del agua que no solo garantice el acceso al agua en términos de cantidad, calidad y continuidad, sino que también incorpore un enfoque de protección jurídica y material específico para las comunidades rurales. Esto implica, entre otras cosas, sustraer del mercado a los derechos de aprovechamiento de agua de los comités y cooperativas, eximirlos de cargas desproporcionadas y asegurar un soporte estatal adecuado para infraestructura, formación de dirigentes y fortalecimiento del modelo cooperativo. La consolidación de este enfoque permitiría no solo preservar la función histórica de estas organizaciones como garantes del acceso al agua, sino también responder a los desafíos actuales con un modelo robusto y adaptado a las necesidades de las comunidades rurales.
La evolución del agua potable rural en Chile refleja la capacidad transformadora de la organización social y la colaboración público-comunitaria. Garantizar su continuidad y fortalecimiento es fundamental no solo para asegurar el acceso al agua como derecho humano esencial, sino también para preservar un modelo de solidaridad y autogestión que ha sido clave para el bienestar de miles de comunidades rurales.
Fabián Andrés Barría González es Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad de Concepción, Abogado y Diplomado en Derecho Administrativo por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Actualmente cursa una Maestría en Filosofía del Derecho en la Universidad de Buenos Aires.
Posee trayectoria ligada al ámbito cooperativo, en Cooperativa de Trabajo Ecosolidaria, donde ha impulsado la formación en economía social y solidaria; ha participado como asesor e investigador jurídico en proyecto SIMOL sobre gobernanza hídrica en la Universidad de Concepción trabajando con Comités y Uniones Comunales de Agua Potable Rural de la región de Ñuble; se ha desempeñado como relator en legislación hídrica y abogado asesor de Comités de Agua Potable Rural en Ñuble y Biobío.
[1] LEY N° 10.383 el 18 de agosto de 1952
[2] Banco Interamericano de Desarrollo, Propuesta de Préstamo para el Proyecto de Agua Potable en Áreas Rurales, CH0098 (74/TF-CH), 1964
[3] Banco Interamericano de Desarrollo, Informe de Proyecto: Segunda Etapa de un Programa de Agua Potable Rural, CH0052 (499/SF-CH), 1976
[4] Se pueden destacar algunos trabajos recientes, a saber: DUARTE, E., VHULST, J., & LETELIER, E. (2022):“Tensiones de la gobernanza comunitaria de servicios sanitarios rurales en territorios periurbanos (Chile)”. Revista Urbano, 44, pp.112-121; OVIES VÁSQUEZ, D. (2022). “Pros y contras de la nueva ley de servicios sanitarios rurales, desde un enfoque técnico y práctico aplicado al caso de APRS de la provincia del Limarí”. Recuperado de: https://repositorio.uchile.cl/handle/2250/192419;