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Imagen: Wikimedia Commons
La imagen que ilustra este texto es el cuadro de Jean-Joseph Benjamin Constant Antígona junto a Polinices, que se encuentra en el Musée des Augustins de Toulouse
Opinión.

Dignidad y Constitución, por Antonio Torres del Moral.

El autor recuerda una de las frases más citada en libros jurídicos. Dice Antígona al poderoso Creonte: «Yo no creí que tus decretos tuvieran fuerza para borrar e invalidar las leyes de los dioses»

9 de diciembre de 2024

Avance

Antes de nada: al ser humano se le reconoce dignidad por ser persona. Esa es la noción fundamental anterior a cualquier reflexión sobre el significado de la palabra y la extensión del concepto. En este artículo, la reflexión del autor viene introducida por el tratamiento de la dignidad en algunas obras culturales de referencia —el Discurso sobre la dignidad del hombre, de Pico de la Mirándola y, sobre todo, la inmortal Antígona de Sófocles—hasta centrar la cuestión en el ordenamiento jurídico español. En este punto, Antonio Torres del Moral afirma: «Si hay una palabra estrella en la Constitución española vigente, según la doctrina científica y jurisprudencial, es dignidad». Le siguen dos matizaciones esenciales. La primera es que para que un régimen político sea respetuoso y defensor activo de la dignidad humana, no es necesario que la palabra figure en su texto constitucional. «Si figura, tanto mejor porque se gana en seguridad jurídica», afirma el autor, que prosigue: «Pero más necesario, incluso imprescindible, es, primero, que los poderes públicos interpreten que la dignidad es un valor ínsito al régimen democrático y, segundo, que así lo interpreten también los tribunales de justicia».

El argumento, la segunda matización, funciona también al revés, ya que no por estar reconocida la dignidad de la persona en un texto constitucional estamos automáticamente en presencia de un régimen democrático respetuoso o defensor de dicho valor. La interpretación correcta debe estar basada en la correspondencia efectiva entre el régimen jurídicamente proclamado en el texto constitucional «y el realmente vivido o soportado en el país». En consecuencia, la dignidad «se dirime en la vida del país, en el respeto y en la promoción reales y efectivos que le dispensen los poderes públicos, así como en su efectividad en los tribunales de justicia», afirma el catedrático de Derecho Constitucional.

Artículo

Hay actitudes indignas lo mismo que las hay dignas. Hay también actitudes indignantes. Cada cual podría aportar algunos ejemplos. El valor dignidad destacó con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial. La Constitución francesa de la IV República (1946) la acoge en su preámbulo, después ratificado por la Constitución de la V República (1958). La alemana la incluye en su artículo primero y la italiana en su artículo 3.1.

En diciembre de 1947, estaba casi ultimada la Declaración Universal de los Derechos con una redacción unánime trabajosamente alcanzada, pese a la divergencia de los juristas de países por aquel entonces sometidos a regímenes comunistas, los cuales mostraban discrepancias con frases, criterios o principios difícilmente cohonestables con la ideología vigente en ellos. 1

El último artículo aprobado fue precisamente el primero. Había resistencias a que figurara la palabra dignidad, como también una alusión a la fraternidad universal, porque podía parecer que hacía referencia a Dios como origen común. Finalmente se logró un acuerdo y el texto quedó así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».

Al ser humano se le reconoce dignidad por ser persona. Esta «condición humana», que no se reconoce a otros seres, constituye su dignidad; la dignidad es lo que hace valer al ser humano como persona.

Leyendo estas referencias me vino a la memoria una obra que leí hace tiempo, cuyo autor fue Juan Pico de la Mirándola, un joven y muy culto pensador del siglo XV, que fantaseó sobre la creación divina de todo lo existente. Resumo:

Dios, según iba creando, disponía lo necesario para que los nuevos seres pudieran subsistir. Cuando creó al hombre, vio que había agotado todo lo necesario para la permanencia de su obra (increíble imprevisión divina). Entonces el Creador le explicó que lo dotaba de inteligencia y de libertad para que pudiera gobernar todo lo creado y que ello lo hacía de una condición superior a todo, incluidos los ángeles porque, a diferencia de estos, él podría ser lo que libremente decidiera. Así, con el hombre culminó Dios su obra.

«Me parece haber entendido —escribe Pico— por qué el hombre es el ser vivo más dichoso, el más digno… de admiración, y cuál es aquella condición suya que le ha caído en suerte en el conjunto del universo».

Y a continuación, pone en boca del Creador las siguientes palabras dirigidas a su más reciente criatura:

«Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú, como modelador y escultor de ti mismo… te forjes la forma que prefieras. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos. O podrás realzarte a la par de las cosas divinas por tu propia decisión…».

El ejemplo de Antígona

Nada más leer el libro (de esto hace ya tiempo) pensé que yo había leído algo semejante; no que Pico hubiera plagiado, sino que, entre sus múltiples lecturas, tuvo alguna fuente de inspiración sobre el objeto principal de su obra. Pensé en alguna tragedia griega. ¿Cuál? Resolví muy pronto que debía comenzar por Sófocles dada su querencia por estos asuntos y ser el más conocido para mí.… Lo encontré: nada menos que Antígona, acaso la tragedia más conocida de Sófocles. Abrí el libro y hallé en las primeras páginas lo buscado. Es una declamación del Coro:

«Muchas cosas hay maravillosas, pero ninguna más maravillosa que el hombre. Este, del mar canoso al otro lado avanza bajo las olas que a su paso abren abismos en derredor… y a la Tierra indestructible e infatigable la agosta con el ir y el venir de los arados año tras año, con la raza caballar labrando… a la más potente. Y… rodeando la tribu de las aves… las domeña, y de las fieras salvajes la estirpe y de la especie marina con lazos tejidos en red. Y domina con artilugios la agreste fiera que por los montes deambula; y al de espesa crin, el caballo, conducirá bajo el yugo que rodea la cerviz, y al montaraz e infatigable toro… Y supo evitar las molestas heladas a la intemperie y supo evitar los dardos de las lluvias molestas [...]. También el lenguaje y el alado pensamiento y los cívicos afanes aprendió por sí mismo [...] y marcha sin recursos hacia el futuro. Solo de Hades no conseguirá escapar…».

Anímese el lector del presente artículo a leer o releer esta inmortal obra de Sófocles (y, si es gustoso, también la de Pico de la Mirándola). Y hallará en aquella, poco después de su comienzo, la frase acaso más citada en libros jurídicos. Dice Antígona al poderoso Creonte: «Yo no creí que tus decretos tuvieran fuerza para borrar e invalidar las leyes de los dioses». 

Sófocles escribió Antígona cinco siglos antes del nacimiento de Cristo y es la obra teatral más representada a lo largo de la historia.

Y aún cabe recordar al sofista Protágoras, coetáneo de Sófocles, del que se conservan pocos textos, pero sí uno muy a propósito de este artículo: «El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son».

Al ser humano se le reconoce una dignidad que no se reconoce a otros seres: es persona. Esta «condición humana» constituye su dignidad; no son conceptos sinónimos, sino equivalentes: la dignidad es lo que hace valer al ser humano como persona.

De aquí podemos extraer una primera conclusión: los derechos humanos son concreción de la dignidad, la libertad y la igualdad.

Estamos acostumbrados a oír, e incluso a decir que Fulano o Zutano han perdido la dignidad por comportarse de tal o cual manera. Es sin duda una apreciación errónea motivada seguramente por la sensación negativa que nos ha producido su comportamiento, el cual puede merecer una dura calificación, pero no su condición como persona humana, que le acompañará hasta el fin de sus días.

También con frecuencia utilizamos la expresión «comportamiento indigno» para calificar el que está realizando alguien y que nos parece impropio de una persona civilizada. Tal calificación puede parecer severa, pero no niega la dignidad de dicha persona, sino su comportamiento.

La dignidad en la Constitución

Si hay una palabra estrella en la Constitución española vigente según la doctrina científica y jurisprudencial, es dignidad.

Esta es una primera enseñanza: para que un régimen político sea respetuoso e incluso defensor activo de la dignidad humana, no es necesario que esta palabra figure en su texto constitucional. Si figura, tanto mejor, porque se gana en seguridad jurídica, que es otro valor muy presente en el constitucionalismo posbélico. Pero más necesario, incluso imprescindible, es, primero, que los poderes públicos interpreten que la dignidad es un valor ínsito al régimen democrático y, segundo, que así lo interpreten también los tribunales de justicia.

Este argumento vale igualmente en sentido contrario: no por estar reconocida la dignidad de la persona en un texto constitucional estamos en presencia de un régimen democrático respetuoso o defensor de dicho valor. La interpretación correcta debe sustentarse en la correspondencia efectiva entre el régimen jurídicamente proclamado en el texto constitucional y el realmente vivido o soportado en el país, cautela esta que debe ser observada no solo para con la dignidad, sino también respecto de todo el usual contenido de las constituciones. Consiguientemente, la dignidad (e igual cabe decir de los demás valores), se dirime en la vida del país, en el respeto y en la promoción reales y efectivos que le dispensen los poderes públicos, así como en su efectividad en los tribunales de justicia.

Y los artículos 1.1 y 10 de la Constitución española siguen el dictado de lo mencionado aunque con más detalle:

Art. 1.1. «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su Ordenamiento jurídico la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político».

Art. 10.  «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social.

Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España».

La dignidad es irrenunciable. Todos los derechos son renunciables, incluso la vida, pero no la dignidad. Porque no se puede renunciar a la condición humana (aunque algunos parece que lo intentan).

Los valores que estamos considerando (de libertad, igualdad y justicia) han tenido su entrada en la historia como algo que, según se suele decir, «han llegado para quedarse», si bien todavía tienen muchos contradictores, incluso en países más o menos civilizados, debido a diferencias y tensiones raciales o religiosas.

La dignidad es un valor que ha hecho su aparición en los textos constitucionales después de la II Guerra Mundial. Y no en todos, como tampoco en aquellos que han mantenido textos suyos anteriores. Así es, desde luego, en el constitucionalismo inglés, que podía haber añadido a sus textos históricos uno nuevo en tal sentido, aunque fuera breve, pero no lo hizo acaso por entender los partidos que vertebraban y vertebran la política que Inglaterra estaba bien servida con sus textos históricos.

Casos particulares

Dicho queda que al heredero de la Corona española le corresponde la dignidad de Príncipe de Asturias en tanto que el Rey tiene el título de Rey de España (artículos 57.2 y 56.2 de la Constitución española respectivamente). Si interpretamos que las expresiones dignidad y título están utilizadas con significados similares; entonces ¿la dignidad consiste en un título y comporta un tratamiento, unos honores, un lugar en el Protocolo Nacional, etcétera?

Con alguna frecuencia leemos u oímos que alguien está revestido de la dignidad cardenalicia. Dígase lo mismo que en el caso mencionado del heredero de la Corona: esta dignidad por razón del cargo ¿añade algo a la dignidad que su titular tiene por ser persona?

La dignidad de una persona por razón del cargo público desempeñado es una distinción, es decir, se quiere distinguir jurídica y socialmente a tal persona por los servicios prestados a la sociedad durante el desempeño de un cargo o de varios o por los que se espera que preste, o bien debido a su protagonismo en un importante suceso. La persona distinguida pasa a ser distinta de las demás, como la propia palabra indica; por eso el Ordenamiento la trata de modo especial (diferente y deferente) sin perjuicio —al parecer— de la igualdad ordenada por el artículo 14 de la Constitución.

En fin, se suelen atribuir buenas dosis de dignidad a aquellas personas que sufren alguna discapacidad, las que han superado con creces la tercera edad, las que viven con entereza el proceso de su propia muerte…

¿De una persona se dice que es digna como también se dice de una vivienda o de un trabajo que «merezca la pena»? Pero ¿puede una persona ser indigna o, al menos, caer en indignidad? El Código Civil, en su artículo 756 prevé una situación que permite la desheredación de una persona por motivos de indignidad, si bien hoy es menos frecuente que lo fue en el pasado: «Son incapaces de suceder por causa de indignidad: los padres que abandonaren, prostituyeren o corrompieren a sus hijos. El que fuere condenado en juicio por haber atentado contra la vida del testador, de su cónyuge, descendientes o ascendientes».

Nadie, que yo sepa, ha impugnado como inconstitucional la locución por indignidad. El precepto no perdería un ápice de su valor normativo si desaparece y se mantiene el resto.

Antonio Torres del Moral es Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Además de la Universidad, ha impartido docencia en la Escuela Diplomática y en la Academia de Oficiales de la Guardia Civil. Es autor de obras como Constitucionalismo histórico español y Estado de derecho y democracia de partidos, entre otras.


[1] Marina, J. A, y De la Válgoma, M.: La lucha por la dignidad, Anagrama, Barcelona, 2000, págs. 199-200.

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