Cartas al Director

Uno contra todos, todos contra uno.

Humberto Julio Reyes

28 de mayo de 2024


El título de esta columna fue lo primero que se me vino a la mente al contemplar las imágenes del juicio oral al que está siendo sometido el ex carabinero Sebastián Zamora en el llamado caso Pío Nono.

Para él la fiscalía ha pedido la pena de ocho años por homicidio frustrado, acusación sostenida por diversos entes estatales, organizaciones no gubernamentales y privados presentes en la audiencia, en notorio desequilibrio con el acusado y su defensa costeada en forma particular.

Pareciera que todo el poder del Estado se ha congregado para condenar a quien, siendo funcionario de ese mismo Estado, salió a cumplir su deber en octubre de 2020.

A diferencia de quien resultó lesionado al intentar escapar de la detención policial, lo que no parece ser la conducta propia de un pacífico manifestante, el ahora acusado no eligió estar en el lugar de los hechos, sin embargo, ha perdido su carrera y todo beneficio, debiendo asumir su defensa como un simple particular, la que está siendo posible por la generosidad de terceros.

Sin embargo y a pesar de lo que ha sido posible observar, dicho manifiesto desequilibrio parece no bastar a quienes ya lo han condenado mediáticamente y se muestran empeñados con lograr una condena “ejemplarizadora”.

He visto en un programa de televisión de alta sintonía cómo se le objeta contar con un abogado de renombre y que seguramente otros pagan, como si no tuviera ese derecho. También se le objeta que tuviera actualmente un trabajo proporcionado por una parlamentaria de oposición y, que estuvieran presentes en la audiencia, que es pública, algunos parlamentarios que lo apoyan.

Es decir, quisieran verlo sin defensa, cesante y absolutamente solo, enfrentando sin contrapeso alguno a quienes, habitualmente, buscan imponerse más por el número que por la fuerza de los argumentos, práctica por lo demás muy efectiva en las llamadas causas de derechos humanos.

¿Qué puede resultar finalmente?

Puede resultar absuelto si el tribunal estima que no hubo intención dolosa y todo se reduce a un desgraciado accidente en medio de violentos disturbios.

¿Lo acogerá de regreso su institución y acaso él querría volver sin garantía alguna de  no verse nuevamente involucrado en algo tan penoso en lo personal y profesional?

Pero también podría terminar siendo condenado por la pena solicitada por la fiscalía u otra de distinta cuantía, lo que tendría lamentables consecuencias, no sólo para él sino para todos los que deben cumplir con el deber de proporcionarnos seguridad, haciendo que se respete el estado de derecho, pero sin contar con el necesario respaldo.

Cabe agregar que difícilmente la sentencia de primera instancia será aceptada por aquella parte que se vea frustrada en sus expectativas, lo que permite presumir una larga contienda en tribunales, pero cruzada por posiciones políticas e ideológicas irreconciliables.

¿Estarán nuestros tribunales en condiciones de garantizar que, al final, se imponga la justicia?

 

Humberto Julio Reyes

 

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  1. Al final de su carta, Humberto Julio Reyes pregunta: ¿Estarán nuestros tribunales en condiciones de garantizar que, al final, se imponga la justicia?
    A mi juicio es difícil, pero no imposible, porque los milagros existen.
    El hecho cierto es que, hasta el momento, la justicia aplicada a los militares y carabineros en los procesos denominados de “violación a los derechos humanos” ha sido un monstruo denominado “prevaricato”, que corresponde al peor delito que pueden cometer los jueces: fallar contra leyes expresas y vigentes.
    Graficaré a dicho monstruo con un breve cuento, que me ha parecido de un extraordinario dramatismo. Dice así:
    “La noche aquella, la oscura noche en la cual iba dejando mis harapos enredados en las piedras cortantes del camino, recliné mi cabeza cansada sobre el tronco de un árbol secular.
    Me hizo dormir el peso de la Fatalidad que gravitaba sobre mi frente. Había clamado tantas veces por la equidad humana, que esta idea se había aferrado a mi cerebro como esas raíces añosas adheridas a la tierra difícil de arrancar. Y soñé…
    Me hallé súbitamente en un erial cubierto de secas malezas, sin árboles, sin flores. Un letal vapor de sepulcro invadía las cosas existentes, y el campo fúnebre no tenía término, ni vereda alguna, ni salvación posible.
    En un tajo abierto, como una grieta profunda, mansión de cíclopes antiguos que habían partido los porfiados con sus formidables miembros, vivía un ser monstruoso, sin forma humana, sin perfiles de consciente. La mitad derecha del rostro reía como Quasimodo, sordo, incapaz, idiota; la izquierda era un conglomerado de contradicciones faciales, hijas del llanto, del pesar, del furor y del despecho, difícil de bosquejar por la pluma más sagaz y maestra. El contraste formado por estas dos actitudes revelaba la monstruosidad en su carácter más completo; era aquello una fiera, digna émula del apocalipsis con que suelen soñar los remordimientos humanos. Creía hallarme solo en aquel páramo desolado. Pero no lejos de allí se destacó un ujier armado hasta los dientes, inabordable, asegurado por todas partes.
    —¿Cómo has llegado hasta aquí, mendigo? ¿No sabes que este erial y esta grieta honda e inaccesible está destinada para un monstruo que debe vivir alejado para siempre de las sociedades cuya constitución está amparada por la más estrecha justicia? Te prohíbo que asomes la cabeza en ese abismo… Los ojos del monstruo te atraerían y sucumbirías bajo el peso de su atracción diabólica.
    —Ya lo he visto —respondí.
    —¡Desgraciado!… ¿Y no sientes ya el hielo de la muerte en tus entrañas? ¿No has visto que sus pupilas relampagueaban como las de voraces reptiles?
    —¿Y cómo se llama esa bestia? —pregunté azorado…
    —¡Prevaricato! —respondióme el bondadoso, ujier. Y desperté… y resolví entonces morir de vergüenza, de hastío y de dolor. Ya no existía la justicia…”.
    Adolfo Paúl Latorre
    Abogado
    Magíster en ciencia política