Recientemente ha venido captando la atención de los medios y de la opinión pública la remoción de embajadores por parte del gobierno del Presidente Boric. Sobre todo, porque estas actuaciones, que en las administraciones anteriores fueron gestionadas con reserva (en razón de los altos intereses en juego), bajo este gobierno, en cambio, se han judicializado y, encima, con escándalo.
Así sucedió con los –hoy- ex embajadores Francisco Sepúlveda (Guyana), Susana Herrera (Reino Unido) y José Miguel Capdevilla (Francia).
Sin entrar al análisis de las desprolijidades y desatinos de esta Administración, que empujaron a funcionarios de carrera del servicio exterior a semejantes extremos, quisiera abordar una cuestión estrictamente jurídica que planteó la sentencia de instancia dictada en la causa del ex embajador Francisco Sepúlveda (RIT T-04-2024 del 2° Juzgado de Letras del Trabajo de Santiago). Mi experiencia profesional en el ámbito del derecho laboral e Internacional, disciplinas que he ejercido profusamente me impiden soslayar el análisis de esta cuestión, que las enfrenta, a diferencia de lo sostenido en este fallo sólo aparentemente. En efecto y con el único objeto de evitar que se sigan contaminando y condicionando las decisiones del fuero laboral con conceptos de la relación funcionarial de confianza que considero extremadamente incorrecto.
La ley 21.280, de 30 de octubre de 2020, interpretó que las normas de los artículos 485 y siguientes del Código del Trabajo, vale decir, las normas sobre el procedimiento de tutela laboral son aplicables a todos los trabajadores, incluidos los funcionarios de la Administración del Estado, centralizada y descentralizada.
Como se sabe, el procedimiento de tutela laboral tiene por objeto conocer de lesiones a ciertos derechos fundamentales y, en caso que la lesión se constate, obtener el cese de la conducta antijurídica y medidas reparatorias.
Pues bien, el juez que conoció de la tutela laboral del ex embajador Sepúlveda rechazó dicho arbitrio argumentando que: “… el cese de funciones del demandante se debe a la pérdida de confianza del Presidente de la República, y las razones por las cuales ello ocurre no son objeto de control judicial, por lo que si es que el Presidente tomó o no en consideración este sumario para pedir la renuncia del actor no es relevante, dado que los motivos del Presidente no pueden ser ventilados en un juicio cuando se trata de funcionarios de exclusiva confianza.”
En mi opinión, el razonamiento del juez laboral importa la grave decisión de inaplicar normas que ley 21.280 expresamente extendió a la relación estatutaria.
Por de pronto, la propia definición de “lesión de derechos fundamentales” prevista en el artículo 485 inciso tercero del Código del Trabajo, según la cual se entenderá que los derechos y garantías resultan lesionados cuando el ejercicio de las facultades que la ley reconoce al empleador limita el pleno ejercicio de aquéllas, sin justificación suficiente, en forma arbitraria o desproporcionada, o sin respeto a su contenido esencial.
Y, además, la norma prevista en el artículo 493 de dicho cuerpo legal que, ante indicios suficientes de la vulneración de derechos fundamentales, impone al denunciado explicar los fundamentos de las medidas adoptadas y de su proporcionalidad.
Estas normas establecen en sede laboral una notoria diferencia sobre el control de las actuaciones de la Administración vía acciones de protección puesto que las laborales imponen al juez el análisis de mérito de dichas actuaciones, aunque se sostengan en facultades discrecionales.
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Bajo la lógica del sentenciador, cuando un empleador privado está autorizado a poner término al contrato de trabajo por simple desahucio, vale decir, sin necesidad de invocar causal legal (sin explicar sus motivos), sus razones no serían objeto de control judicial, lo que contradice la jurisprudencia de los tribunales del trabajo que exige al empleador razonabilidad y proporcionalidad incluso en el ejercicio del despido libre cuando enfrenta una tutela.
Es cierto que la facultad discrecional del Presidente de la República para remover y pedir la renuncia a los embajadores responde a incuestionables necesidades de la política exterior. Nadie razonable podría pretender anular o revertir tales decisiones.
Pero cosa muy distinta es defender, en un régimen republicano, una suerte del principio “The King can do no wrong” respecto del Presidente de la República. Porque la facultad discrecional no es sinónimo de poder absoluto e indiscriminado ni de arbitrariedad y no puede constituir patente de corso para amparar la opacidad en el contexto de una desvinculación con afectación de derechos fundamentales. Eficacia y responsabilidad no son antagonistas, ni el bien común enemigo del bien individual.
Franco Devillaine Gómez es abogado, Máster en Derecho Internacional por la Universidad de Bolonia, Ex Director Jurídico de la Cancillería.