Artículos de Opinión

¿Por un Estado sin pitutos?

La iniciativa constitucional “Por un Estado sin pitutos” promete avanzar hacia un modelo estatal más moderno y libre de relaciones funcionariales anticuadas. Pero su contenido en esta materia es acotado, y su sentido parece apuntar hacia cuestiones diferentes. Se observa en la iniciativa un cambio radical en el modelo de administración pública que es difícilmente conciliable con la teoría democrática.

La iniciativa constitucional, promocionada por una serie de centros de estudio, que se ha denominado “Por un Estado sin pitutos”, superó el quorum que le permite ser discutida por el Consejo Constitucional y ha sido defendida por conocidos personajes de la política nacional.

Como su nombre lo anuncia, la iniciativa promete avanzar hacia la profesionalización e imparcialidad del empleo público, previniendo la designación arbitraria de funcionarios públicos (práctica conocida como “pituto”), y propiciando un “Estado moderno para los ciudadanos”.  En sus aspiraciones generales, la propuesta parece acercarse a aquella que, en el marco del pasado proceso constitucional, promocionó un grupo de académicos, cuyo objeto era “garantizar un servicio civil profesional e imparcial”[1].

Su lectura, no obstante, deja una impresión sorprendente. La iniciativa reitera varios de los criterios y reglas ya consignados en el anteproyecto de nueva Constitución, lo que se ve ilustrado en su —casi idéntica— enunciación de principios y orientaciones. Aunque más específica en algunos puntos, sus diferencias en el tratamiento del empleo público son casi imperceptibles; en ningún caso se observan atisbos de un modelo  funcionarial alternativo, como el que se propuso en el marco del proceso constitucional anterior.

Sin duda, una de las cuestiones clave es la regulación de los cargos de exclusiva confianza respecto de la cual la iniciativa se propone establecer “su condición de excepcionalidad, los tipos de cargos que correspondan a esta modalidad”. Pero una regulación de este tipo no es en ningún caso novedosa: el Estatuto Administrativo hoy vigente ya describe los tipos de cargos de exclusiva confianza y da cuenta de su excepcionalidad (artículo 7). Es, además, mucho menos ambiciosa que la reforma propuesta en el proceso pasado, que delimitaba expresamente los cargos de exclusiva confianza a la esfera del gobierno (excluyéndolas, en consecuencia, de la administración).

Así, los cambios que la iniciativa propone en la esfera del empleo público, que es el ámbito en el que cabe posicionar su promesa, son poco significativos. En el peor de los casos no producen efecto alguno; en el mejor, alientan indirectamente cambios muy menores.

Entonces ¿cuál es el sentido de esta iniciativa?

Uno de sus propósitos centrales se observa en uno de sus primeros artículos. La anima una intención de promover una separación entre gobierno y administración del Estado. Esta es una idea que tiene algún sentido razonable. En otros regímenes políticos, la distinción entre gobierno y administración es notoria, pues ambas funciones se encargan a órganos diferentes; en nuestra tradición constitucional, donde ambas funciones corresponden a unos mismos órganos, distinguirlas puede ser interesante. El principal mérito de una propuesta en esta línea se vincula, justamente, con el ámbito funcionarial: permite distinguir claramente a los funcionarios encargados del gobierno de aquellos con funciones meramente administrativas, sometiéndolos a estatutos diferenciados. Sin embargo, como se analizó, esta distinción se diluye bastante en la iniciativa.

Ahora bien, si de esta distinción se sigue una separación funcional muy radical entre gobierno y administración, la regla debe ser observada con precaución. Es sabido que los órganos administrativos modernos no desempeñan funciones meramente “ejecutivas”, sino que toman decisiones muchas veces innovativas, con grados significativos de discrecionalidad. Entonces,  la regla incluida en la iniciativa, que reduce el rol de la administración a “ejecutar y controlar” políticas públicas, parece estrellarse con una realidad institucional muy diversa. Una norma de esta naturaleza podría servir para cuestionar oblicuamente la atribución de poderes decisorios a la administración.

Pero el punto crítico es otro, que está contenido en el artículo 113 de la iniciativa:

“Los servicios u organismos públicos técnicos con competencias para dictar normas de carácter general, fiscalizar actividades económicas esenciales y prestar servicios de utilidad pública, tendrán sistemas de gobernanza que garanticen su imparcialidad e independencia, y el cumplimiento de estándares preestablecidos de excelencia técnica, transparencia y rendición de cuentas, según lo determine una ley institucional”.

La propuesta contempla resguardos para esa autonomía —que conceptualiza como “independencia”—, prescribiendo (entre otras disposiciones) que todo servicio público debe contar con “un consejo directivo colegiado”, y una fiscalización significativa de esta independencia por intermedio de una “Agencia de Calidad de Políticas, Servicios y Programas Públicos”.

Este es indudablemente el aspecto más radical de la iniciativa. Se propone una fórmula que implicaría, bajo cualquier interpretación razonable, una completa transformación del aparato estatal, obligando a que todos los servicios públicos (o cualquiera dotado de potestades mínimamente relevantes) cuenten con grados significativos de independencia. A contrario sensu, se fragilizaría la legitimidad constitucional de todos los servicios públicos asumidamente no autónomos o independientes (esto es, que dependen de una u otra forma del poder político), corriendo el riesgo de devenir inconstitucionales; categoría en la que cabrían los servicios públicos centralizados, pero también eventualmente los descentralizados en la medida en que un (eventual) juez constitucional futuro considere  que tal “independencia” no cumple el estándar constitucional.

¿Se justifica un cambio con tales riesgos? La literatura especializada ayuda a resolver este dilema.

En efecto, una de las principales preocupaciones del derecho administrativo, y que incide en sus más diversos ámbitos, dice relación con la intervención de la administración en la sociedad. La administración pública actúa y toma decisiones importantes que muchas veces afectan a las personas —esta es una afirmación descriptiva, que difícilmente puede cuestionarse. Así, los derechos de todos los ciudadanos están en juego ante la posibilidad de que la administración realice actuaciones materiales o dicte actos administrativos, que, por expreso mandato legal, deben acatarse obligatoriamente.

Esta posible afectación de los derechos es una de las principales razones que obligan a tomar en consideración la “legitimidad” de los órganos administrativos. ¿Qué le permite a un servicio público adoptar una decisión que impacte los derechos de una persona? ¿Por qué esa persona está obligada a seguir tales directrices? La respuesta de la teoría constitucional ha sido clara: porque recibe legitimidad de una cadena que remite —de forma más o menos indirecta— a la ciudadanía.

Nadie ha explicado mejor esta cuestión que el teórico constitucional alemán Ernst Wolfgang Böckenförde. La autoridad del Estado, explica, tiene “que derivar del pueblo de un modo concreto”[2], lo que implica que “los cargos públicos que tienen encomendada la gestión de los asuntos estatales han de reposar sobre una cadena de legitimación ininterrumpida que pueda retrotraerse hasta el pueblo”[3]. Tal cadena “no tiene necesariamente que reconducirse de forma inmediata al pueblo”; lo decisivo, sostiene, “es que la cadena de legitimación no se vea interrumpida por la intervención de un órgano o de un cargo no legitimado democráticamente o no legitimado así de forma suficiente”[4].

Por cierto, estos criterios generales no han impedido la creación de numerosos órganos autónomos (en Chile, por ejemplo, las clásicas “autonomías constitucionales”), cuya legitimidad es difícil vincular a esta cadena de poder democrático. Estas autonomías tienden a surgir amparadas en razones distintas, generalmente concebidas como de “relevancia constitucional”[5]. Hay órganos cuya autonomía se justifica por la protección de derechos fundamentales (“órganos constitucionales de garantía”[6]), otros por su expertise técnica (p. ej., económica), y otros por motivos contextuales, que solo explican las particularidades históricas o institucionales de determinadas tradiciones jurídicas (es el caso, por ejemplo, de la Contraloría chilena, concebida como contrapeso al Presidente de la República[7]).

Ahora bien, aunque políticamente normalizados, la pregunta por la legitimidad de estos órganos no deja de ser relevante. La independencia de los servicios públicos sigue adoleciendo de problemas de justificación democrática. Imaginar que sus decisiones son “apolíticas” y entonces no requieren legitimidad resultaría ingenuo: años de desarrollo de la filosofía de las ciencias han demostrado que la técnica y la política no están completamente desconectadas.

Para sortear este problema de legitimidad, los teóricos del derecho han ensayado propuestas. Una de las más persuasivas la ha propuesto el pensador alemán Eberhard Schmidt-Assman, que estima que tal legitimidad puede proceder, además de la vinculación democrática, de la representación de intereses especiales de relevancia pública. Como explica ese autor existirían órganos cuya legitimidad “no se orienta, como la legitimidad democrática, a la conexión con un sujeto legitimante, sino a alcanzar la representación de intereses especiales, justificada por la función social de dichos intereses, y con el objeto de garantizar su autonomía”[8]. Así, aun sin conexión democrática con la ciudadanía, un órgano puede recibir legitimidad del valor social del interés que pretende plasmar.

En cualquier caso, la creación de estos órganos debe superar una carga de argumentación que, más o menos exigente (Böckenförde, por ejemplo, argüía la completa excepcionalidad de este tipo de diseño[9]), debe siempre solventarse. Su creación debe ser justificada por algún motivo que pueda entenderse compensatorio de su déficit democrático.

La iniciativa “Por un Estado sin pitutos” pretende subvertir esta carga de justificación. En sus términos explícitos, la propuesta extiende a todos los órganos administrativos dotados de potestades un grado reforzado de independencia. Bajo la tipología orgánica actual, esta independencia se entiende satisfecha principalmente con la autonomía de los órganos (sea legal o constitucional), que pasarían, con mucha probabilidad, a ser considerados la regla general. En consecuencia, no solo desaparecería la necesidad de que los órganos administrativos autónomos justifiquen su existencia, sino que constituirían el modelo orgánico preferente —e incluso, en el extremo, constitucionalmente obligatorio.

Por otra parte, sin perjuicio de que una interpretación reduccionista pueda estimar la compatibilidad del mandato de “independencia” con la figura de la descentralización (dependerá del juez constitucional en cuestión), en ningún caso sería compatible con la existencia de órganos centralizados. Esto es problemático de cara a la teoría democrática, pues esa centralización es precisamente el diseño que permite más claramente la conexión de las instituciones con la ciudadanía. Las instancias de intervención del poder político en su operatividad, por consiguiente, quedaría reducidas al mínimo.

Pero los problemas de una reforma de este tipo no terminan ahí. La concepción actualmente predominante, de una administración pública concebida como una unidad racional que opera (más o menos) en conjunto conforme a los lineamientos del gobierno, tendería a mutar hacia un grupo parcelado de agencias, regidas por criterios divergentes, difícilmente congregables en torno a instrucciones gubernamentales. En este punto, la iniciativa parece contradictoria en sus propios términos: ¿cómo se espera que la administración sea el “brazo ejecutor” del gobierno si al mismo tiempo debe operar con independencia del mismo?

Además, la independencia de los órganos administrativos suele ser problemática desde la perspectiva de la responsabilidad o accountability (muy en boga en estos tiempos).  En la actualidad, el mayor o menor acierto de la administración en el cumplimiento de sus tareas puede ser transferido a sus responsables políticos; su ineficacia o desajuste con lo prometido tiende a ser empleado como argumento político contra el gobierno. La extensión de la independencia de los órganos administrativos atiza la obstrucción de esa conexión: ¿quién es responsable si a nadie se puede hacer responsable?

En buenas cuentas, a la propuesta “Por un Estado sin pitutos” subyace una posición política muy marcada, escéptica respecto a la posibilidad de que el gobierno interfiera en la realidad a través de la administración. La elevación de la independencia administrativa al estatus de regla general no concilia con la teoría democrática, sino justamente con su anverso: una visión extremadamente conservadora y escéptica de la democracia. Nuevas o viejas demandas que disputen la noción de interés general se verían absorbidas por estructuras administrativas insensibles, que se limitarían a gestionar técnicamente el statu quo (lo que, por cierto, supone a su vez una postura política). Más que “un Estado sin pitutos”, lo que pretende esta iniciativa es un Estado sin política o, peor aún, una administración sin democracia. (Santiago, 28 de julio de 2023)

 

[1] Disponible en: https://plataforma.chileconvencion.cl/m/iniciativa_popular/detalle?id=16898

[2] Ernst Wolfgang Böckenförde, Estudios sobre el Estado de derecho y la democracia, Madrid, Trotta, 2000, p. 55.

[3] Ibid., p. 58.

[4] Ídem.

[5] José Miguel Valdivia y Tomás Izquierdo, “Los órganos administrativos de rango constitucional”, XVII Jornadas de Derecho Administrativo, Universidad de La Serena, 2021 (en prensas).

[6] Enrique García Llovet, “Autoridades administrativas independientes y Estado de derecho”, Revista de Administración Pública, Nº 131 (1993), pp. 90 y ss.

[7] Valdivia e Izquierdo, op. cit.

[8] Eberhard Schmidt-Assman, La teoría general del derecho administrativo como sistema, Madrid, Marcial Pons, 2003, p. 108.

[9] Böckenförde, op. cit. p. 63.

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