Como bien señala Jesús María Vásquez[1], la profesión es un fenómeno exclusivo de los medios sociales organizados, en los que aparece la ordenación y división del trabajo y que tiene el sentido de servicio a la sociedad, sin perjuicio de sus implicancias utilitarias y comerciales y de las distintas influencias que sufre como consecuencia del constante cambio social, económico y tecnológico. Al analizar las características de las profesiones sociales desde una perspectiva histórica sociológica[2], se les compara con las corporaciones medievales, ya que ambas se caracterizan por ser actividades institucionalizadas mediante las cuales se presta un determinado servicio, el que responde a una constante necesidad social y que implica un compromiso especial con la actividad que se traduce en una forma de vida (al punto de configurar una categoría de personas que ejercen su actividad permanentemente como modo de sustento vital a través del cobro de determinados honorarios y que incluso utiliza un lenguaje propio), construyendo un colectivo que tiene o pretende tener el control monopólico del ejercicio de la profesión, impidiendo que ésta sea desempeñada por quienes carecen de la acreditación correspondiente (es decir, luego de haber cumplido con un currículo académico y una capacitación en la práctica profesional, incluso si cuentan con la aptitud e idoneidad que tal profesión requiere); justamente, si hay algo que caracteriza a quienes ejercen una profesión es la demanda continua de una autonomía suficiente para la regulación del ejercicio de la propia profesión, asumiendo responsabilidades especiales dentro de su ámbito de competencia.
Dado que el ser humano dedica la mayor parte de su vida al ejercicio profesional, inevitablemente surgen problemas de conciencia; en efecto, cada profesión plantea problemas éticos específicos, como consecuencia de los derechos y deberes que emanan de cada una de ellas, los cuales difieren entre sí. Luego de definir moral profesional como “aquella parte de la moral que se ocupa de determinadas obligaciones éticas que surgen en relación con el ejercicio de la profesión, en el desarrollo del trabajo y, sobre todo, en relación con los aspectos externos que tienen repercusión en la sociedad, común a los demás hombres”[3], y de señalar que el hombre, al ser al mismo tiempo persona privada e integrante de una sociedad en la que realiza una determinada actividad de la que emanan obligaciones relacionados con el ejercicio de tal quehacer, Vásquez concluye que existe una íntima relación entre la moralidad profesional y los elementos que configuran la profesión, no pudiendo prescindirse de la norma ética en el ejercicio de las actividades profesionales, haciéndose necesaria la intervención de la prudencia mediante juicios moralmente definitivos y siendo fundamental la subordinación de la profesión a la moral en caso de conflicto entre ambas.[4]
Sin perjuicio de lo señalado precedentemente, existen otros planteamientos filosóficos respecto de las implicancias éticas del ejercicio de una profesión, según los cuales toda vez que se ejerce una actividad se busca, por una parte, cumplir con objetivos de carácter interno que dicen relación con la finalidad social objetiva que es inherente a dicha práctica y las normas que la componen, lo que justifica y legitima su sentido y validez social; mientras que, por otro lado, también se pretende dar cumplimiento a aquellos fines externos, vinculados con la motivación personal del sujeto que ejerce tal ocupación.
Desde esta perspectiva, surge un problema de carácter ético cuando, quien ejerce una profesión, brinda a los objetivos externos un lugar preponderante, ubicándolos como el fin principal de su actividad y dando, por ende, al objetivo interno, el carácter de medio subordinado a sus intereses en beneficio personal. Tal inversión de los fines se hace patente cuando las cosas se hacen mal por error o por impericia profesional, o cuando se busca ahorrar costos y disminuir los tiempos so pretexto de incrementar la ganancia, panorama que resulta absolutamente reprochable desde una perspectiva moral en el ejercicio de todas las profesiones. Algunos puntos en los que se hace hincapié y que resulta interesante hacer una breve referencia son los siguientes:
1. Conflictos de En la actualidad, se presume que las diferentes tradiciones culturales conllevan concepciones morales que general conflictos de valores de tal envergadura que imposibilitan la creación de instancias de diálogo, interacción y aprendizaje. Sin embargo, el problema que surge dice relación con las divergencias entre los valores y las diversas identidades y roles que han asumido los miembros de las diferentes comunidades en la sociedad civil. Los individuos aprecian y sostienen como moralmente significativos muchos valores, empero, pueden darse situaciones en el ámbito profesional en las que se debe adoptar una decisión contrariando dichas exigencias. Como bien asevera Julio De Zan[5], no se limita la vida de las personas a un desempeño único y nada garantiza que los imperativos de los diferentes roles puedan ser armonizados, por lo que resulta ser una regla básica la coherencia. Sin embargo, resulta imposible trasladar a la vida privada esta regla de manera sistemática, por lo que cabe preguntarse si la coherencia es una virtud relevante o incondicionada en materia de ética profesional.
2. Ética y Para parte de la doctrina[6], la utilización de procedimientos democráticos mediante los cuales se facilite la toma de decisiones colectivas, legitima políticamente las decisiones y políticas de interés público, incluso si la moralidad de estas resulta dudosa. De esta forma, la decisión tomada política o democráticamente se resguarda de cualquier cuestionamiento moral que surja con posterioridad cuando ésta se ha logrado mediante el consenso (o al menos mayoría) social. Sin embargo, para Julio De Zan, presumir que la legitimación democrática pondría fin a los conflictos de carácter moral que se generen con ocasión del ejercicio de la función pública y de la política, resulta del todo engañoso: por una parte, la legitimación política (que se logra mediante el consenso democrático) no altera en absoluto la calificación moral de una acción incorrecta: matar a otro es algo tan malo si lo decide y lo ejecuta uno, como si lo hace una multitud, pues siempre existe la posibilidad de que una sociedad o una opinión pública mayoritaria justifique en un determinado momento ciertos crímenes políticos y violaciones a los principios éticos más elementales, o a los derechos humanos, sin experimentar la esperada indignación ni reaccionar mediante la condena moral de los ejecutores de estas violaciones por encontrarse manipulada, atemorizada o cegada por algún fuerte sentimiento colectivo, configurándose, en tales casos, una falla moral colectiva; por otro lado, la legitimidad democrática, incluso planteada en condiciones ideales, en ningún caso modifica o elimina la responsabilidad moral y política personal de los funcionarios, pues sus decisiones concretas en el desempeño de sus labores en ocasiones pasan por alto el procedimiento democrático de la legitimación previa correspondiente a la discusión pública. [7]
Tratándose de los/las abogados/as, en tanto auxiliares de la administración de justicia, resulta evidente que su proceder queda sujeto a criterios éticos incluso, si éstos no se encuentren recogidos sistemáticamente en el ordenamiento jurídico, pues resulta imposible prever y sentar de manera positiva todas las hipótesis en las que pueda verse afectado su desempeño profesional -y, consecuentemente, dejar establecida la forma en que deben actuar si se configuran tales circunstancias-, por lo que, en muchos casos, quedará a su criterio la determinación de su proceder para poder llevar a cabo su cometido en términos irreprochables o, al menos, aceptables.
En ese orden de ideas, si se concibe a la deontología jurídica como la ciencia del deber (o de lo que debe ser), en particular, a los deberes que corresponden a determinadas situaciones sociales, ha de colegirse que designa el conjunto de reglas y principios que rigen determinadas conductas del profesional de carácter no técnico, las que se vinculan de cualquier manera con el ejercicio de la profesión y la pertenencia al grupo profesional, siendo sustancialmente una especie de urbanidad del profesional, revelándose su carácter eminentemente ético en aquellas profesiones con trasfondo humanitario[8]. De hecho, la expresión “deontología”, de origen anglosajón, indica un conjunto sistematizado de diferentes obligaciones que conciernen a quienes detentan un determinado ejercicio profesional, como es el caso de aquéllas que se refieren a los deberes de los/las abogados/as para con la profesión, consigo mismo, la sociedad, el cliente, la magistratura, los colegas y el cuerpo profesional correspondiente[9].
De esta forma, la deontología jurídica se refiere a determinadas especies de actividad laboral intelectual que, por lo demás, se desenvuelven en régimen de autonomía. Desde un punto de vista material, es propio de las normas deontológicas la redundancia de los contenidos finalistas e instrumentales, cuya naturaleza es esencialmente moral, y si bien en ocasiones se codifican, éstas mantienen el contacto con las normas consuetudinarias. En términos generales, toda conducta profesional que no tenga un carácter meramente técnico pero que de cualquier forma guarde relación con ejercicio de la profesión, entra en la esfera de la normativa deontológica; así las cosas, incluso la conducta privada del profesional podría ser tomada en consideración al momento de calificar su comportamiento desde una perspectiva ética. Las numerosas definiciones de deontología profesional que han sido elaboradas por la doctrina[10] tienden a configurarla como un conjunto de reglas de comportamiento que se sustentan en la costumbre profesional, haciendo énfasis en su carácter moral y descuidando su naturaleza como complejo normativo.[11]
Si bien existe consenso en el uso de la terminología deontología jurídica, autores como Viñas manifiestan su preferencia por la denominación deontología de las profesiones jurídicas, pues ésta hace extensivo el aspecto normativo-imperativo de los principios aplicables a la conducta profesional a todo aquél que desempeñe su actividad en el ámbito jurídico, sin limitar su aplicación a los/las abogados/as, pues aun cuando son los auxiliares de la administración de justicia por excelencia, la existencia de dichos deberes extrajurídicos no debe ser ignorada por ninguno de ellos en el ejercicio de sus funciones.[12]
En este orden de ideas, resulta indispensable abordar el concepto de derecho. En efecto, conforme a lo indicado por Rafael Gómez Pérez[13], en su significación objetiva y etimológica el derecho implica razón de rectitud; mientras que, al aludir a una pretensión o exigencia, se está haciendo referencia a una noción subjetiva del derecho. No obstante dicha diferenciación, se aplican a ambas concepciones las propiedades esenciales del derecho y de la justicia: la alteridad (referencia a otro o a otros), la razón de debido (exigibilidad), y la igualdad (pues el derecho es una ordenación, un criterio que busca un equilibrio).
En materia de ética profesional, el derecho y el deber son dos conceptos que tienen una especial significancia. En primer lugar, quien ejerce una profesión no puede hacer caso omiso a los derechos fundamentales que emanan de la naturaleza humana, al punto de que, en caso de existir conflicto entre tales derechos y cualquier otro, siempre deben prevalecer los primeros, debiendo conjugar su cumplimiento con el ejercicio de otros derechos que sean secundarios o accesorios. Luego, y a propósito de la oposición que pueda surgir entre los derechos del profesional y los derechos de quienes se ven beneficiados personalmente de su actividad, pueden gestarse problemas que deban ser resueltos según las exigencias de la justicia o de acuerdo a los términos del contrato que rija tal situación; sin embargo, pueden darse casos en que el conflicto tome magnitudes sociales, en los cuales deberá atenderse a los presupuestos legales vigentes.[14]
De lo latamente expuesto, es posible concluir que, para poder catalogar el desempeño profesional de los/las abogados/as como correcto (o por lo menos aceptable) desde un punto de vista ético, no basta con hacer una ponderación de su formación académica, ni con evaluar el manejo que tengan de las ciencias jurídicas y sociales necesarias para conducir los asuntos que han sido puestos bajo su competencia, ni mucho menos con velar con que se esté cumpliendo de manera sistemática con las normas que regulan su proceder en el desempeño de sus funciones.
Por el contrario, resulta imperioso enfatizar en la importancia que debe tener la formación ética de los profesionales de en el ámbito del derecho (tanto en em ámbito procesal como extraprocesal), toda vez que la idoneidad o capacidad moral requerida en las profesiones jurídicas no puede ser sustituida de ninguna manera, principalmente si se tiene en consideración la relevancia de los bienes jurídicos que se encuentran en juego, la credibilidad de una institución y la confianza de la comunidad en la administración de justicia.
En ese sentido, aún cuando la existencia de algunos instrumentos que buscan dar patrones de orden ético[15] presentan una gran utilidad para efectos de guiar el proceder de quienes desempeñan funciones legales y/o judiciales, la ausencia de una consagración positiva de criterios de actuación de naturaleza ética a los cuales éstos deben ceñirse, no son pretexto para hacer caso omiso a aquellos elementos extrajurídicos fundamentales que deben ser observados en el ejercicio de sus labores, toda vez que son estos criterios los que dan luces de cómo llevar a efecto sus actuaciones, del trato que deben tener con sus clientes y/o los demás intervinientes, y, en definitiva, del modo en que se deben desenvolver en su calidad de auxiliares de la administración de justicia ante la sociedad. (Santiago, 7 de junio de 2024)
BIBLIOGRAFIA
– Andruet S., Armando. Deontología del Derecho. Abogacía y abogados. Estado actual de la cuestión. Ediciones de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Volumen XVIII, Argentina,
– Gómez Pérez Rafael. Deontología jurídica. Ediciones Universidad de Navarra S.A. Pamplona, 1982
– Stefanie Ricarda Roos / Jan Woischnick. CÓDIGOS DE ÉTICA JUDICIAL. Un estudio de derecho comparado con recomendaciones para los países Konrand – Adenauer – Stiftung E.V., Uruguay, 2005.
– Navarro, Guillermo PREVARICATIO DEL JUEZ Y EL ABOGAD. Denegación y retardo de justicia. Ediciones Jurídicas Cuyo. Mendoza, Argentina, 2003.
– Martínez Val, José María. Abogacía y Tipología profesional. Lógica y oratoria forense. Deontología jurídica. Bosch, casa editorial S.A, España, 1981
– Salsman, José. Deontología Jurídica o Moral Profesional del El mensajero del Corazón de Jesús. Bilbao, 1974 (Edición española adaptada de la edición francesa).
– De Zan, La ética, los derechos y la justicia. Konrad – Adenauer – Stiftung E.V. Montevideo, Uruguay. 2004.
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– Vásquez, Jesús María. Moral Narcea, S.A. de ediciones. Madrid, España. 1981.
– Viñas, Raúl Ética y derecho de la abogacía y procuración. Ediciones Pannedille. Buenos Aires, Argentina, 1972.
– Peinador Navarro, Tratado de Moral Profesional. Biblioteca de autores cristianos. Madrid, 1962.
[1] VASQUEZ, Jesús María (1981): Moral Profesional (Madrid, Narcea, S.A. Ediciones), pp. 5 y sgtes.
[2] VASQUEZ, Jesús María (1981): Moral Profesional (Madrid, Narcea, S.A. Ediciones), pp. 5 y sgtes.
[3] VASQUEZ, Jesús María (1981), op. citada, p. 9.
[4] VASQUEZ, Jesús María (1981), op. citada, p. 9 y sgtes.
[5] DE ZAN, Julio (2004), op. citada, pp. 196 y sgtes.
[6] DE ZAN, Julio (2004), op. citada, pp. 214 y sgtes.
[7] Julio de Zan, al igual que otros filósofos contemporáneos, sostiene la posibilidad de una fundamentación racional de los principios morales básicos y de los derechos humanos como principios universalmente válidos, es decir, que su validez moral y racional no es dependiente de los consensos fácticos históricamente vigentes en los diferentes contextos socioculturales.
[8] LEGA, Carlo (1976): Deontología de la profesión de Abogado (Madrid, Editorial Civitas S.A., Primera Edición), p. 23.
[9] ANDRUET, Armando (2000): Deontología del Derecho. Abogacía y abogados. Estado actual de la cuestión. (Argentina, Ediciones de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Volumen XVIII), pp. 36 y 37. En aquella misma obra, en la nota al pie Nº 58, el autor cita algunas definiciones de deontología. Al efecto cita a Battaglia, para quien que la deontología es aquella parte de la filosofía que trata del origen, la naturaleza y el fin del deber, en contraposición con la ontología, que trata de la naturaleza, el origen y el fin del ser. El profesor Carlo Lega la reduce en sustancia a “una especie de urbanidad profesional”. Por su parte, J. Salsman dice de su obra que es un manual que se aplica a las nociones de moral natural y cristiana a las cuestiones de derecho; manual destinado a suministrar a los hombres de leyes, algunas indicaciones, rápidas y claras, para guiar su conciencia en el ejercicio de su noble profesión. R. Viñas sostiene que, en un sentido más estricto, la deontología jurídica, impregnada de contenidos iusfilosóficos y éticos, pero muy especialmente como particularización de la moral general, se ocupa del estudio y de la exigibilidad del cumplimiento de los deberes morales inherentes a las profesiones jurídicas”. Finalmente, R. Gómez Pérez asevera que lo deontológico no es otra cosa que lo moral, aplicado a las circunstancias peculiares del ejercicio de la profesión y atendiendo fundamentalmente al fin de ese trabajo profesional.
[10] En la obra referida, Lega cita las definiciones dadas por tratadistas italianos (Pellegrini, Formaggio, entre otros).
[11] Cfr. LEGA, Carlo (1976), pp. 24 y sgtes.
[12] VIÑAS, Raúl Horacio (1972): Etica y Derecho de la Abogacía y Procuración (Buenos Aires, Ediciones Pannedille), p. 2.
[13] GOMEZ PEREZ, Rafael (1982): Deontología Jurídica. (Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra S.A.), pp. 82 y sgtes.
[14] Cfr. PEINADOR NAVARRO, Antonio (1962), pp. 39 y 40.
[15] Como es el caso del Auto Acordado sobre Principios de Ética Judicial y la Comisión de Ética dictado por el Pleno de la Corte Suprema en el año 2010 y el Código de Ética Profesional del Colegio de Abogados de Chile.