Entrevista

La justicia, entre la forma y el fondo.

Rodrigo Valenzuela Cori, abogado de la Universidad de Chile: «No basta con estudiar [el discurso jurídico] como materia, sino que necesita practicarse como capacidad».

El profesor de retórica y discurso efectivo afirma que como en derecho la realidad que necesita ser compartida no se reduce sólo a los datos del asunto y a las disposiciones normativas disponibles, sino que incluye muy importantemente el significado de todo ello, el discurso jurídico que justifica debe crear un entendimiento compartido de los hechos y el derecho que haga conmensurables las posturas que antes no conversaban y, entonces, permita dirimir desde esa base común.

12 de enero de 2025

Por Ignacio Villarroel Gutiérrez, Universidad de Chile

En los últimos meses la esfera pública ha sido contaminada por numerosas revelaciones que involucran a autoridades, ex autoridades, funcionarios públicos y otros actores relevantes en actos de corrupción. En el ámbito de la profesión jurídica, los casos que más resuenan involucran a abogados y especialmente a ministros de la Corte Suprema, lo que hasta el momento ha tenido entre sus consecuencias la decisión del máximo tribunal de destituir a una de sus ministras.

Precisamente, hace algunos meses, tuve ocasión de escuchar a la entonces ministra, Ángela Vivanco, en el ex Congreso Nacional, con motivo del cierre de un exitoso ciclo de conferencias sobre literatura y sistema de justicia, en su calidad de presidenta de la Comisión de Lenguaje Claro del Poder Judicial. En esa ocasión, el tema a tratar fue “El juez como personaje literario”, y los expositores invitaron a reflexionar en torno a valiosas señales que ofrece la literatura respecto al problema de cómo y por qué convendría hacer justicia.

“No me critiques la forma” —citaba entonces la ex ministra en su ponencia— “cuando el fondo está bien hecho”. La frase provenía de El alcalde de Zalamea, obra dramática de mediados del 1600 atribuida a Calderón de la Barca. La cita era, en realidad, un parafraseo de esta otra: “qué importa errar lo menos quien ha acertado lo más”, en alusión a un alcalde que se había arrogado la potestad de ejecutar nada más y nada menos que al violador de su hija.

Practicar distinciones es esencial en el derecho, ya que con ello es posible adaptar mejor el discurso a la realidad humana, y recorrer con mayor cuidado su topología. Así, por ejemplo, la distinción entre forma y fondo, heredada de la filosofía clásica, distingue el «cómo» (a saber, lo adjetivo, las formalidades y prácticas simbólicas) del «qué» (es decir, el contenido, los significados e intenciones). En este punto conviene recordar que, antes que una noción teórica y didáctica, esta distinción es una herramienta operativa a los fines del derecho: deslindar formas le aporta estructura y eficiencia, mientras que profundizar en el fondo enriquece la función comunicativa, asegurando que el sistema jurídico sea claro, efectivo y conectado con los intereses de las personas. En definitiva, esta distinción dirige nuestra atención hacia uno u otro aspecto. Pero conviene siempre retener en nuestra mente qué es lo que está en juego cada vez que se practica.

Si a lo anterior añadimos que los fines del derecho tienen como propósito último algo así como hacer justicia, parece del todo pertinente la adopción de un enfoque integrador y componedor. Y es que la justicia se presenta todavía como algo más que un asunto que pueda ser seccionado para una completa intelección, y antes bien exige ampliar nuestra atención y avanzar con prudencia. En este sentido, por dar un ejemplo, si atendemos a las medidas de plazos en derecho (ejemplo del cómo), que suman horas, días, meses o años, aparte de una manifestación de garantías en sentido amplio encontramos también la aplicación de un criterio de justicia más profundo —acaso vinculado con el peso del tiempo sobre la condición humana—, que pareciera no estar (e incluso no requiere estar, al menos hasta ahora) escrito en las leyes. Asimismo, aquel grave ejercicio de poder que se dirige a sancionar una conducta y dar contenido a una norma prohibitiva (ejemplo del qué), requiere la activación de protocolos que establecen con precisión cómo han de racionarse los tiempos, ya sea para intervenir en la discusión legislativa, como para disponer la entrada en vigencia de una norma, entre otros efectos. En definitiva, se trata de un enfoque conforme al cual en derecho las formas tienen su propio trasfondo, y a su vez el fondo está determinado a manifestarse a través de formas. Una especie de circularidad en torno a lo que parece justo.

Ciertamente no es el propósito de esta reflexión ahondar en la naturaleza de la justicia. Lo anterior valga simplemente como muestra de algunos artilugios que emplea el derecho para intentar hacer justicia, y también, por qué no decirlo, como una muestra de esa cierta locura —la de los adultos— que rodea a este terrible asunto. “La justicia —se dice en Caballero de Chile del profesor Joaquín Trujillo Silva— la hacen los que nada saben, o los que no saben lo que hacen. Toman la espada que duerme amortajada por el óxido y la besan… porque sí”. En ese mismo espíritu coincidían los expositores de la referida conferencia (y abonaban a la perplejidad de sus oyentes), previniendo cómo la justicia conviene hacerla sin espera y como sea, a riesgo de caer en el caos.

Pero, ¿por qué se habla de justicia más allá del derecho? Más adelante en su ponencia, la ex ministra parafraseaba a Don Quijote de la Mancha, en uno de los consejos que le diera a Sancho Panza antes de convertirse este en gobernador de la imaginaria ínsula Barataria, diciendo algo así como: “no te preocupes tanto de la formalidad, preocúpate en definitiva de hacer el bien”. Y en esta misma línea, aludía también a Luis Pérez el gallego, de Calderón de la Barca, como arquetipo de aquel personaje ingenioso que se vale de trampas para obtener un resultado más justo, no solo para sí, sino también para ayudar a sus amigos. A raíz de ello, Luis Pérez va cayendo en problemas y termina siendo perseguido por la justicia, “por ser una buena persona”. Del otro lado, el juez iba siendo representado como un personaje interesado e ignorante, sin ningún tipo de virtud, que inventa una puesta en escena, y es incapaz de hacer cualquier justicia.

Estos fértiles planteamientos nos encaminan en una dirección cierta: la justicia es algo más que el ejercicio del derecho, la justicia se hace, y en el corazón de esta encontramos —nada más y nada menos— que el bien. Pero, ¿y qué es el bien, entonces? Desde la perspectiva de Luis Pérez, al menos, el bien se manifiesta en “restablecer un equilibrio” y “ayudar a los amigos”.

En el veredicto de destitución de la ex Ministra, el pleno de la Corte Suprema declaró por unanimidad que la señora Vivanco “incurrió en el mal comportamiento (…) al anteponer su interés personal por sobre el servicio que —en forma imparcial— estaba llamada a cumplir”. Además, se tuvieron presentes diversas relaciones de amistad que influyeron en su falta de imparcialidad, especialmente con su amigo el abogado Luis Hermosilla, cuya caída finalmente la arrastró consigo.

Los abogados suelen destacar por su habilidad para practicar distinciones. Sin embargo, esta habilidad pierde valor cuando se ejerce reduciendo la justicia a un mero juego de reglas. En lugar de separar forma y fondo, a fin de desestimar las formas o trivializar lo sustancial, el buen abogado se encarga de ofrecer un discurso capaz de crear un sentido compartido. Para eso resulta indispensable desarrollar un pensamiento que integre los conceptos del derecho e identifique sus totalidades, ya que estas, a partir de un fondo cultural común, dan forma a lo justo y lo bueno en cada caso. Por esto, el desafío —y la causa de toda perplejidad en este asunto— radica en que un criterio personal de lo bueno y lo justo desligado de un horizonte compartido, se aparta también de cualquier esfuerzo por contribuir al sentido de justicia que el derecho intenta encarnar.

Lo dicho busca señalar solo algunos puntos sobre la importancia de las palabras en el derecho. Sea porque la literatura, como fuente creadora, explora eso incomunicable que está en la esencia del derecho, como porque el derecho, a su vez, edifica a través de narraciones y argumentos que permiten crear sentido de lo justo y de lo bueno, aquietando inquietudes morales e intelectuales, como enseña el profesor Rodrigo Valenzuela. Es por este propósito que lo hemos invitado —y él ha accedido con gran generosidad— a compartir sus ideas en torno al poder del discurso jurídico y su rol en la formación profesional y valórica del abogado, en momentos de gran desconfianza ciudadana frente al sistema judicial.

El profesor Rodrigo Valenzuela Cori es abogado de la Universidad de Chile, Master of Arts en Matemáticas de la Universidad de California (Berkeley), profesor de retórica y discurso efectivo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, y formador y Director del Instituto de Argumentación de la misma Facultad. Además, es autor de Conflicto y humanidades: un ensayo sobre argumentación jurídica (2004), Decidir, Juzgar, Persuadir. Un ensayo sobre la formación del abogado (2017) y Lo que no enseñamos. Una mirada al aprendizaje del derecho desde la profesión y las humanidades (2023).

1. En su opinión, ¿cuál es la principal función del discurso jurídico en un Estado democrático de derecho?

Por “discurso jurídico” entiendo aquel con que se actúa en derecho creando realidades ante desafíos concretos, distinto al meta-discurso con que hablamos sobre el derecho en la discusión académica.

La principal función del discurso jurídico es crear ante cada desafío o asunto un sentido que sea compartido.
En efecto, el uso del lenguaje tiene una dimensión lógica para justificar planteamientos, una dimensión retórica para mover a otras personas, y una dimensión literaria para crear un sentido que sea posible compartir. En cada discurso jurídico están presentes las tres dimensiones, pero prima la creación de sentido y a su servicio se alinean las otras dos. La lógica y la retórica son astucias importantes e indispensables, pero son meramente instrumentales. Sólo el sentido responde a la pregunta qué hacer, que es donde se juegan nuestros acuerdos o nuestras diferencias.

La primacía del sentido importa desde la perspectiva del Estado democrático porque, en contextos jurídicos o políticos, la lógica no acompañada de sentido es violenta y el ardid retórico sin contenido es engaño, en tanto que el sentido muestra lo bueno del desenlace propuesto y la coherencia del camino para lograrlo, algo que, de ser exitoso, produce un “nosotros” sin dejar en el camino ni a violentados ni a engañados.

Para contexto, cabe destacar que ya durante el Medioevo estas tres dimensiones del lenguaje se consolidaron en un programa educacional llamado trívium cuyas tres áreas de estudio fueron, justamente, argumentar, mover y dar sentido. Ese programa fue la base de lo que durante el Renacimiento se consolidó en lo que conocemos como humanidades.

2. ¿De qué manera influye el discurso jurídico en la percepción pública de legitimidad de la función jurisdiccional?

El discurso jurídico contribuye a la percepción pública de la legitimidad de la función jurisdiccional si las decisiones se perciben como justificadas. Pero justificar una decisión no es sólo apoyar su lógica en premisas comunes sino apoyar su sentido en una realidad compartida. Como en derecho la realidad que necesita ser compartida no se reduce sólo a los datos del asunto y a las disposiciones normativas disponibles, sino que incluye muy importantemente el significado de todo ello, el discurso jurídico que justifica debe crear un entendimiento compartido de los hechos y el derecho que haga conmensurables las posturas que antes no conversaban y, entonces, permita dirimir desde esa base común. Ahora, como el significado de lo acontecido y del derecho aplicable no está dado en las cosas sino que lo crea el discurso jurídico, la realidad compartida que sirve de base a la justificación no es algo de lo cual el discurso jurídico informe sino algo que dicho discurso constituye. Por lo mismo, no hay separación entre lo que el discurso dice y cómo lo dice: la sentencia es una obra unitaria, cuya forma y fondo son inseparables en la creación de una realidad que pueda ser compartida y, entonces, permita justificar.

3. Desde su perspectiva, ¿cómo contribuye el estudio del discurso jurídico a la formación de valores jurídicos y cívicos en la profesión de abogado?

Como el discurso jurídico no describe sino que crea e interviene, vale decir es una acción, no basta estudiarlo como materia sino que necesita practicarse como capacidad. ¿Qué se practica que contribuya a la formación de valores jurídicos y cívicos? Lo diré así: lo primero que se pregunta el mal abogado ante el caso es “cuál es la regla aplicable”, en tanto que lo primero que se pregunta el buen abogado es “qué está en juego”. En otras palabras, lo fundamental de la práctica discursiva ante cada caso consiste, precisamente, en dar forma a principios y valores que orienten un discurso adecuado al asunto. Como decía Cicerón, lo fundamental de la práctica discursiva es la capacidad de producir un cauce de valores -él los llamaba tópicos- por los cuales, posteriormente, encaminar argumentos y narraciones. El estudio del discurso jurídico es una práctica en que lo primero es adquirir experiencia en configurar valores en torno a los cuales articular la intervención del desafío concreto entre manos. La formación de valores jurídicos y cívicos a través de la práctica del discurso jurídico no resulta de una instrucción de contenidos teóricos, sino de una práctica reiterada, formadora de hábitos que constituyen a un agente capaz de discernir. El agente aprende a discernir escribiendo su discernimiento, una y otra vez, caso a caso.

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