La sociedad se compone no solo de individuos, sino también de agrupaciones y comunidades —en palabras del constituyente “grupos intermedios”— que conforman el tejido social. Así, el derecho de asociación emana de la naturaleza asociativa y política de las personas. Se refiere específicamente a la esfera de protección que se le otorga a la natural tendencia a asociarse de todas las personas, en búsqueda de fines determinados y que, en última medida, están ordenados hacia el desarrollo de estas y el bien común de la sociedad. Por ende, este derecho se erige como un pilar fundamental y necesario para la existencia de estos grupos y la sociedad civil en su conjunto.
Por su importancia es un derecho ampliamente reconocido, por ejemplo, por el artículo 22.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas y el artículo 16.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, entre otros. De la misma manera, ha formado parte de nuestra tradición constitucional desde su reconocimiento en una reforma a la Carta de 1833.
Actualmente, nuestra Constitución lo trata en el número 15° del catálogo de derechos, en el cual se asegura a todas las personas el derecho “de asociarse sin permiso previo”, entendiendo asociación en un sentido amplio, es decir, toda agrupación de personas que se reúne con un objetivo específico, con el fin de trascender en el tiempo, con y sin fines de lucro, tengan o no personalidad jurídica.